DELEITE MUSICAL
El viento se tornaba álgido e inundado de notas musicales; como si grandes olas salvajes arremetieran contra nuestros sentidos en dirección al público reluciente y expectante. Ella, brillaba gloriosamente en aquel elegante escenario de músicos. El piano se encontraba en el centro de la escena, la orquesta la rodearía, dejándola ser la principal protagonista de aquella magnífica puesta musical.
No era la primera la
primera vez que la veía tocar así el piano, todos los presentes a mi alrededor
reflejaban rostros de un brutal asombro, yo sólo me limitaba a expresar una
disimulada sonrisa, cerrada un tanto sarcástica, fuera de eso, ella tocaba con
una enorme pasión como aquel día que la conocí…
Su nombre era Sol,
cursábamos el sexto año de primaria, yo había llegado de intercambio por
cuestiones económicas de colegiatura en mi anterior escuela. Me presentaron a
mis nuevos compañeros de salón, aunque pensándolo bien, yo seguro era el bicho
raro nuevo que todos veían con un discreto desencanto. Y ahí estaba ella,
brillando al compás de los rayos de luz tras la ventana del salón de música. Todos
tenían en sus manos flautas de viento, se encontraban practicando la canción Himno a la Alegría; pero yo no dejaba de
mirar a esa chica que lucía fantástica con su cabello rojizo y su piel blanca
sonrojada tras el calor fatigante que proporcionaba aquel cuarto de música que
se encontraba en la azotea de la escuela.
—¿Y qué esperas? No
piensas decir tu nombre frente a todos los presentes —expresó el maestro de
música con un tibio enojo en su semblante.
Por alguna extraña razón
me puse colorado al escuchar dicha petición, todos los adultos a la edad en que
uno cursa la primaria lucen como gigantes entes distraídos y hacedores de
reglas extrañas. Aquel maestro era demasiado corpulento, con una gran barba y
poseedor de unas gafas estilo aviador en su rostro, portaba un gran saco color
café con parches en los codos. No tuve otra opción que obedecer en mi primera
clase de música en ese aburrido y viejo instituto.
—Mi nombre es Remi, ¡hola
a todas y a todos!… —exclamé con un falso ánimo y una sonrisa demasiado
obligada.
—Bien, Remi, pasa a ese
lugar del centro y toma esta flauta —interpeló el maestro con entusiasmo y
dichoso de poder continuar con su clase.
Con cierta satisfacción y
por fortuna, ya me sabía en flauta y en piano la melodía que se encontraban
interpretando, así que no haría el ridículo el primer día. Ante los inminentes
errores que cometían ciertos compañeros en dicha canción, hacíamos breves y
calmadas pausas, las cuales aprovechaba para contemplar a aquella niña hermosa
con rizos rojizos, ella en cambio, me miraba con cierta incomodidad, tanta que
pidió en una pausa permiso para salir al baño, vaya desastre, quién diría que
soy un ser visualmente incómodo.
Una vez que Sol abandonó
el aula, continuamos desde el inicio de la canción. Y en ese momento todo se
tornó en cámara lenta, sólo observé mi flauta escapándose de mis manos
sudorosas ante el ruido de la flauta azotando en el suelo. Todos callaron
instantáneamente, como si el silencio fuera un terremoto que sacudiera sin
previo aviso a la pequeña orquesta que intentaba hacer bellas melodías con
instrumentos musicales de viento. En fin, al agacharme a recoger de prisa mi
flauta, mi uniforme, más precisamente, mi pantalón nuevo y ajustado, decidió
romperse al ritmo del silencio de toda la clase; siendo un crujido descomunal
que retumbaría como trombón en los oídos de todos los presentes.
Ahí estaba yo, en mi
primer día de escuela, en una nueva escuela, y con los pantalones rotos dejando
relucir mis calzoncillos blancos de infante.
Las risas estallaron
expandiéndose gradualmente en ondas sonoras que el profesor no toleró ante el
inminente salto al vacío que hice en aquel mar de lo ridículo. Ordenó callar y
concluyó la clase. Me dejaron solo en el salón. Una prefecta se llevaría cual
paramédica atendiendo a un soldado herido de bala mis pantalones. Mientras
esperé a que mi prenda estuviera cocida, me dijeron que aguardara paciente y en
calzones en el cuarto de música. Para mi mal fortuna, no cerraron con llave la
puerta y entraría Sol, procedente del baño y con escasa información de lo
ocurrido con respecto a mis pantalones rotos. Entró por sus cosas,
inmediatamente emprendí una huida debajo del teclado que yacía desconectado en
el aula de clase. Tras recoger sus pertenencias, Sol dio cinco pasos hasta
estar de frente al teclado, con su dedo índice, estaba a punto de tocar una
tecla; me percaté que estaba desconectado y lo conecté velozmente sin que se
diera cuenta. Justo en ese momento en que conecté el teclado, su dedo tocó la
tecla de Fa haciéndola sonar muy delicadamente, de pronto y casi de manera
paranormal, al conectar el enchufe, aunado al dedo índice que se encontraba
inmerso en la nota; se generó una descarga eléctrica demasiado efusiva, y Sol
salió despedida en el aire dos metros atrás con su dedo en el aire apuntando al
techo del aula. Su cabellera se tornó como la de un erizo y la punta de su dedo
daba pequeños destellos de luminosidad eléctrica. Salí de mi escondite para
ayudarle a levantarse. Tanto era su estado de shock, que se retiró sin notar
que yo me encontraba semidesnudo con mis piernitas de escuincle enclenque paseando
por el salón.
Desde aquel momento, Sol
se convirtió en una celebridad de la música, se salió del instituto, y siguió
con clases particulares en casa, apareció en los periódicos, en la televisión,
ganó demasiados reconocimientos, su talento de tocar exclusivamente con un solo
dedo a una velocidad imperceptible para el ojo humano las más complicadas obras
musicales de todos los tiempos, resultaba un baño de poesía escrita en el aire.
El tiempo haría su
trabajo y nos haría adultos, y en una corrosión de cotidianidad, se impactaron
como proyectiles mis gotas de sudor impulsadas por la emoción de ser testigo de
que ella visitaría una vez más la ciudad en ese afán suyo de llevar a los oídos
de sus seguidores a un grado de éxtasis enaltecido. Esta vez no sería la
primera ocasión en que acudía a uno de sus maravillosos conciertos. Me
encantaba viajar a cada ciudad y país con ella sin que supiera de mi existencia
entre el público, había aprendido el don de contemplarla y ser invisible a sus
sentidos, y claro, siempre viajando con un par de pantaloncillos extra.
La hora ha llegado, aquí
estamos ella y yo, su público impaciente infla la atmósfera en aquel rito frente
a su brillante presencia. Los aplausos rugen en un huracán sonoro que avivan su
ego, siempre actúa con asombro ante cada elogio que reafirma su talento y
belleza, en la alegría de ser testigos de verte sentarte ante cada piano que
deshaces con tu talento con un solo dedo. Comienza, la velocidad de su dedo
cada vez es mayor, las notas brotan salvajemente, y la orquesta que la rodea
refleja cierto sufrimiento en sus semblantes ante la complejidad de cada pieza
musical a representar. Rompe con los parámetros normales de velocidad, causando
que el panel del piano de cola se cierre violentamente ante las teclas que
sacan humo y brotan en pequeños trozos en el escenario. Su dedo índice quedaría
atrapado, caería hacia atrás, desmayada dejando escurrir un pequeño lago de
sangre. La orquesta no pararía, la música seguiría sonando, el director de
orquesta alzaría el panel del piano, su dedo seguiría tocando por su cuenta en
las pocas teclas que no están rotas.