Gabardina roja
Ahí estás, Julieta, sentada dentro de un maldito
vagón de metro, rodeada de miradas enjauladas que provoca tu presencia
envuelta en una gabardina roja reluciente, con la mano izquierda tocas un
inexistente piano sobre tu rodilla, con tu mano derecha lees un poema que de
suspiro en suspiro un poeta anónimo te dedicó esta tarde en el día de los
enamorados. En el poema se leía: «Cuando las palabras brotan directo desde el
corazón, su efecto de sinceridad las hace implacables, absorbentes a la
oscuridad que el hilo de tu luz bombea en cámara lenta desde mi pecho, latiendo,
encendiendo la mecha tan apacible que con cada respiro de tu existencia provoca
mi estallar».
En cada estación observas por la ventana la cotidianidad con la que el
mundo se mueve a tu alrededor, las caras de estrés, y hasta el ferviente
católico que se persigna al ver una iglesia a lo lejos de la ventanilla. Una
vez entrado al túnel, la ciudad desaparece, tus ojos se reajustan, el mundo en
el que acabas de emerger; ahora, es otra realidad en la que los cuentos de
fantasía no pueden cobijarte. Te das cuenta, eres la única mujer en todo el
vagón del metro en el que estás inmersa. Las luces empiezan a parpadear sin
ningún motivo, seis miradas masculinas son fervientes seguidoras de cada uno de
tus movimientos. El poema en papel sufre al arrugarse en tu puño tras ser
aplastado por el miedo, provocado por la perturbadora situación que la
oscuridad y el subterráneo ahora te regalan.
No entiendes por qué; pero de la nada el metro da un freno que revolotea
la más mínima esperanza de que acabe todo para ti. Las miradas con ojos
grandes, más las sonrisas de satisfacción, son el único brillo que apacigua tan
desolada oscuridad. Los seis pequeños hombres ilustres de traje se levantan al
unísono, simulando el efecto de ver en cámara rápida cuando crece una flor desde
la semilla hasta marchitarse.
Las lágrimas van haciéndose camino por tus pálidas mejillas, anteriormente
ruborizadas por leer al poeta desconocido. Te arrinconas mientras los pequeños
seres de mirada fija y sonrisa perversa, se van acercando poco a poco hacia ti.
Las manos con escamas de aquellos monstruos trajeados muy elegantemente
empiezan a recorrer tus blancas piernas, haciéndolas sangrar con el más mínimo
rozar de sus garras en tu delicada piel. Dentro de tu mente te das por muerta, brota
de ti un grito que retumba en todo el subterráneo. Gracias a ese grito, solo
una luz se enciende repentinamente. La terrorífica escena se tornaría en cámara
lenta, verías la hoja arrugada con el poema caer hacia ti bajando como si
alguna divinidad te mandara un ángel para salvarte. Lo tomas con las pocas
fuerzas que te quedan, lees el poema en voz alta. Con cada palabra y bello verso
en voz alta, provocas que se alejen con asco esos pequeños hombrecillos con
trajes de oficinistas, extinguiéndose en la luz que provoca que el metro vuelva
en marcha y prosiga su camino.
Al llegar a la estación y al
abrirse las puertas, sales corriendo a la superficie de la ciudad dejando
diminutos rastros de gotas de sangre que chorrean de tus pálidas piernas. No lo
puedes creer, saliste viva, quieres correr a casa, e ir con tus padres para contarles
todo lo que pasaste. En tu desubicación, y al no encontrar a alguien que te
ayude, un bate de madera se siembra en tu sien. Te desplomas. Muchos sujetos
con máscaras de lobos se encuentran subiéndote a una vieja y apestosa camioneta.
Es lo último que alcanzas a percibir. Una vez adentro, derramas litros y litros
de sangre, arranca dicho vehículo. Un chico se quita su máscara muy lentamente,
enciende un cigarrillo con una extrema sonrisa de satisfacción y perversidad.
Ahí estás, Julieta, sentada dentro de un maldito
vagón de metro, rodeada de miradas enjauladas que provocan tu presencia
envuelta en una gabardina roja reluciente, con la mano izquierda tocas un
inexistente piano sobre tu rodilla, con tu mano derecha lees un poema que de
suspiro en suspiro un poeta anónimo te dedicó esta tarde en el día de los
enamorados. En el poema se leía: «Cuando las palabras brotan directo desde el
corazón, su efecto de sinceridad las hace implacables, absorbentes a la
oscuridad que el hilo de tu luz bombea en cámara lenta desde mi pecho, latiendo,
encendiendo la mecha tan apacible que con cada respiro de tu existencia provoca
mi estallar».
En cada estación observas por la ventana la cotidianidad con la que el
mundo se mueve a tu alrededor, las caras de estrés, y hasta el ferviente
católico que se persigna al ver una iglesia a lo lejos de la ventanilla. Una
vez entrado al túnel, la ciudad desaparece, tus ojos se reajustan, el mundo en
el que acabas de emerger, ahora, es otra realidad en la que los cuentos de
fantasía no pueden cobijarte. Te das cuenta, eres la única mujer en todo el
vagón del metro en el que estás inmersa. Las luces empiezan a parpadear sin
ningún motivo, seis miradas masculinas son fervientes seguidoras de cada uno de
tus movimientos. El poema en papel sufre al arrugarse en tu puño tras ser
aplastado por el miedo, provocado por la perturbadora situación que la
oscuridad y el subterráneo ahora te regalan.
No entiendes por qué; pero de la nada el metro da un freno que revolotea
la más mínima esperanza de que acabe todo para ti. Las miradas con ojos
grandes, más las sonrisas de satisfacción, son el único brillo que apacigua tan
desolada oscuridad. Los seis pequeños hombres ilustres de traje se levantan al
unísono, simulando el efecto de ver en cámara rápida cuando crece una flor desde
la semilla hasta marchitarse.
Las lágrimas van haciéndose camino por tus pálidas mejillas, anteriormente
ruborizadas por leer al poeta desconocido. Te arrinconas mientras los pequeños
seres de mirada fija y sonrisa perversa, se van acercando poco a poco hacia ti.
Las manos con escamas de aquellos monstruos trajeados muy elegantemente
empiezan a recorrer tus blancas piernas, haciéndolas sangrar con el más mínimo
rozar de sus garras en tu delicada piel. Dentro de tu mente te das por muerta, brota
de ti un grito que retumba en todo el subterráneo. Gracias a ese grito, solo
una luz se enciende repentinamente. La terrorífica escena se tornaría en cámara
lenta, verías la hoja arrugada con el poema caer hacia ti bajando como si
alguna divinidad te mandara un ángel para salvarte. Lo tomas con las pocas
fuerzas que te quedan, lees el poema en voz alta. Con cada palabra y bello verso
en voz alta, provocas que se alejen con asco esos pequeños hombrecillos con
trajes de oficinistas, extinguiéndose en la luz que provoca que el metro vuelva
en marcha y prosiga su camino.
Al llegar a la estación y al
abrirse las puertas, sales corriendo a la superficie de la ciudad dejando
diminutos rastros de gotas de sangre que chorrean de tus pálidas piernas. No lo
puedes creer, saliste viva, quieres correr a casa, e ir con tus padres para contarles
todo lo que pasaste. En tu desubicación, y al no encontrar a alguien que te
ayude, un bate de madera se siembra en tu sien. Te desplomas. Muchos sujetos
con máscaras de lobos se encuentran subiéndote a una vieja y apestosa camioneta.
Es lo último que alcanzas a percibir. Una vez adentro, derramas litros y litros
de sangre, arranca dicho vehículo. Un chico se quita su máscara muy lentamente,
enciende un cigarrillo con una extrema sonrisa de satisfacción y perversidad.
—¿Y ahora qué carajo hacemos, Romeo? —Le preguntaron sus amigos.
—Llevarla al bosque más cercano, y disfrutar de sus
partes más intimas. —exclamó el joven poeta obsesionado por su Julieta con gabardina roja.
JNR