La mejor vida de mis días


Despierto y tengo la sensación de que llevo bastante tiempo dormido. La visión se aclara, permitiéndome observar mis manos arrugadas del cansancio que una vida entera le regala a un viejo como yo. La memoria ya no es la misma. Tengo la impresión de haber hecho grandes cosas; sin embargo, no las recuerdo. Observo alrededor, mi cuerpo yace tendido en una cama de hospital. El canto de las aves invade la ventana, dejando al silencio en un estado de pausa. Los rayos del sol apuntan a un cuadernillo que se encuentra a un costado de la cama invitándome a tomarlo. Una vez en mis manos, me percato del título del diario, lleva por nombre: «El mejor día de mi vida».
     El miedo y los nervios despiertan recorriendo mi cuerpo agrietado, me asusta empezar a leer una vida que no recuerdo. Habré logrado ser alguien importante, cumpliendo así todas mis metas  y sueños. O será que fui un fracasado que nadie quiere recordar. Cerré el cuaderno bruscamente al percatarme de una joven bellísima de piel blanca y ojos color café brillante que se acercaba hacia este anciano decrépito. Las palabras se convertían en fantasmas al quedarme inmutado tras su presencia. La joven se dispuso a levantar mi cuerpo cansado y ponerlo en una silla de ruedas. Su sonrisa producía cierta paz que resguardaba mi corazón que latía al ritmo de su pestañar, causándome una felicidad automática en mi semblante.
    Ya una vez afuera del cuarto de hospital. Las ruedas de mi transporte rechinaban mientras recorríamos el jardín de la clínica, me sentía como surcando en un trono plateado y brillante carente de gravedad siendo empujado por un ángel. El diálogo no nos acompañó durante el recorrido.
     Llegamos así a una pequeña fuente de mármol, donde la silla de ruedas acompañaba mi complexión longeva. El cuerpo de un servidor hacía estancia por debajo de una sombra que emanaba de un árbol grande y frondoso que era música para los ojos. Al percatarme de haber olvidado el cuadernillo en la cama, el miedo volvía a ser parte de mi naturaleza que presenciaba un jardín digno de un cuadro en el museo más visitado del mundo. Las palabras por fin habían hecho una tregua, decidieron emerger abordando al ángel que se encontraba sentada en el pasto a un costado de aquél viejo que no recordaba nada, ni su nombre…  
    —¡Es tan bella la existencia de nuestro respirar que me cuesta jalar del cordón para cerrar el telón de ésta vida carente de recuerdos!
     —¿Por qué? —preguntó la joven conteniendo sus lágrimas.
     —Llévame al cuarto de nuevo, es tiempo ya. —musité.
     Una vez terminada la estancia en aquel breve paseo por el edén verdusco del hospital. La joven me llevó de nuevo a la cama, acomodó mi cuerpo con tal delicadeza que parecía una experta al haberlo hecho ya muchas veces. Tomó decidida el cuadernillo sin pena alguna, lo abrió en la última página señalando el último párrafo. Al no creer lo que estaba sucediendo, no me quedó de otra más que dirigir la vista con mi completa atención a las letras que aquél dulce ángel me señalaba en el cuaderno.
     El párrafo decía: «Yo soy tu hija, y no necesitas saber ni leer nada más, fuiste, y eres el mejor padre que una hija puede tener, es un honor para mí poder aún compartir contigo esta historia que comenzó conmigo en tus brazos, te amo». Entonces, me di cuenta que en verdad no era necesario saber quién era yo, ni cuál había sido el mejor día de mi vida, ya que, al saber que mi hija me acompañaba en mis últimos días, eso…, hacía que yo tuviera todo en ésta existencia, la mejor vida de mis días.


JNR

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