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Mostrando las entradas de junio, 2020

Pajarito azul

Danzas con tus patitas saltarinas al filo del abismo. Nuestro encuentro casi puntual carece de cotidianidad. El viento nos acompaña autentificando nuestro realismo. El sol y la tinta se envuelven en una extraña singularidad, que nos hace presas en un arroyo de añoranza. Somos un mar inquieto, una marea rebosante de arrullos. Un evento que estalla y emana exaltación. Un fulgor que corrompe el hastío a murmullos. Una orquesta muda en oídos dispersos. Un ciego llorando de alegría frente al espejo. Tú tan único y rebosante de color. Yo tan típico y ausente de suspiros. Alzas tus alas y danzas en alabanzas, en un ritual de purificación, en donde el tiempo no te alcanza. A mí, la muerte me perturba y tú bailas sobre ella. La ignorancia te convierte en eternidad. La finitud me hace un simple y arrogante pasajero. Sepulto mis colores profanos mientras tú resucitas en cada rito de canto. Pajarito azul ya no vuelvas, porque si vuelves ya no estaré, arropado en plumas y alas cantaré. Ahora tú

Papaíto

Te lloro a cada gotita de lluvia que se estrella en la ventana. Mi dedito sigue las gotitas hasta su desaparición. Cada aliento mío empaña la atmósfera donde dibujo caritas con sonrisas falsas.   —¿Dónde estás papaíto? ¡Vuelve, abrázame una última vez!  Las luces de los automóviles palpitan al ritmo de mi corazón que lo extraña. El sonido de la lluvia acelera su fuerza ante el cristal. Mi esperanza se marchita mientras abrazo con más fuerza a mi osito de peluche.  Lo que daría por conocer el mundo y correr en dirección hacia tus brazos. Sólo me perdería allá afuera preguntando a gritos por tu presencia.  Mis pestañitas chocan cada vez más y más con la ventana empañada de tristeza. Mi papaíto…, con un abracito tuyo sería la noche más tibia en todo el mundo. Me hubiera gustado que otras palabras hubieran envuelto tus oídos al despedirnos y saber que me llenaría de tu ausencia.  —¡Brillen lucecitas! Hagan que cada gotita se vuelva de un color diferente y tráiganme a mi papaíto

Dos potros

El Potro —Ya vamos a cerrar ex candidato, será mejor que le llegue de aquí. —anunció el cantinero con cierta tensión en sus palabras.   —Mi nombre es Jaime Buendía, alias “El Potro”. —¡Qué pinche jodido estoy! —balbuceé entre dientes—. Mendigando un último pinche trago en una decrepita cantina de mala muerte. El alcohol es el único que me entiende ahora. Este aleja mis extrañas visiones, la maldita rabia de pensar en cómo todo se fue a la mierda. No sólo perdí la candidatura a la presidencia hace unos meses, sino mucho más... Tras mi derrota, ya nadie creyó en mí. ¡Qué lejos estaba esa sensación de sentirme el futuro presidente de un país! Más el apoyo de la gente que se decía mi familia y amigos. Salgo de este puto lugar nauseabundo. Me dirijo a mi nuevo hogar, una pequeña casa rodante, después de que el gobierno me quitara mi rancho, me alejé de la política, ahora trabajo en una feria que va de pueblo en pueblo. Me maquillo la cara de payaso, la gente me avienta monedas, esta

Reflejo acaramelado

Todo el público reía descarado frente a mí, una horda de pequeñas criaturas. Sus monstruosas risas se convertían a tal grado en carcajadas endemoniadas. Y tengo que admitirlo, en ciertas brevedades de segundos, me resultaban un tanto contagiosas. Pero no comprendía el origen de sus incesantes alaridos de diversión descolocados del mundo de la cordura y la atención. Algunos me señalaban, otras tiraban sus palomitas al suelo, uno que otro se revolcaba en el piso, sufriendo por grandes cantidades de risa, haciendo un recorrido desde sus estómagos hasta sus diminutos cerebros; pero..., ¿por qué? Como de rayo y de golpe entre la multitud, noté que había una niña de cabello rubio y ojos verdes, lucía un vestido de color rojo con lunares blancos, le colgaba desde el hombro hasta su pequeña cintura, un diminuto bolso azul marino, de igual modo, portaba un ridículo sombrero blanco con un limitado moño brillante color dorado. Ella no reía como los demás niños, sino más bien tenía un rostro de ve