Marcelina
Es un recurso renuente
el que practicas cuando invitas a tus receptores en ese acto casi mágico y narcótico
de intercambiar diálogo contigo Marcelina. Ese recurso de fingir importancia a cada
hombre que se atreve a dirigirte la palabra. Uno se inmuta ante tu seria mirada
de elegante fragancia al pestañear. No obstante y sin tapujos, tus finas
prendas de época consultan a los sentidos a llevarlos a un viaje en tren de lo
más remoto a través del tiempo distante. En tu boca pintada de color morado carmesí
portas con orgullo un habano que muerdes con tus brillantes dientes en tus
momentos de hastío. Y son renuentes, y más cuando descifras el trasfondo de un
diálogo barato que utilizan las mentes brutas para seducirte; pero, no tienes
noción que al verte uno queda así, idiotizado. Lo único que uno puede decir son
idioteces. «Qué estúpida excusa», piensas. Tu caminar no es nada sensual: es
decidido, fuerte, retumba en el suelo y llamas la atención en cada paso como si
cada calle fuera tu pasarela vivaz. Cuando pasas por unos segundos frente al
negocio de mi padre. Me percato que todos te contemplamos en ese caminar fascinante
que nos resulta sensual. Me vuelvo un borracho de suspiros.
La primera vez que me
dirigiste la mirada, fue con desprecio y siento que en tu cabeza solo se
sintonizaba la frase: «Pobre imbécil». Ya que cuando emprendiste camino frente
a mí, me hiciste tirar todos los huevos de la canasta para un cliente en un
pedido urgente. Y es que soy tan ridículamente machista que me quedé embobado
con tu breve hermosura de mujer combinada con aquella inhabitual rudeza que no
había percatado en ninguna dama. Mis hermanas ni mi madre se te acercaban en
esa impactante personalidad que aparentas, y uno cree conocer cuando te
contempla. Marcelina, dueña de éste latido acelerado que conmociona cada
sentido y los afina en una armonía vertiginosa de notas altas y bajas. Nunca
podrías fijarte en un hombrecito como yo.
—Bueno, ahora estamos
dialogando de frente, ¿no? —expresó Marcelina en un tono relajado.
—Es cierto, aunque, por
dentro muero de pena.
—Ven…, acércate y
bésame. —dijo en una voz que yo percibí como si fueran las letras pequeñas de
un contrato muy elaborado antes de firmarse.
—Bésame hombrecito. —denotó mientras jaló mi delantal blanco con fuerza en dirección hacia sus labios.
—Es una gran historia abuelo, lástima que yo no sea tu nieto y solo sea parte del personal de limpieza en este manicomio.
Marcelino se puso muy
triste al cerrarse la puerta blanca de su habitación, pero volvió a su acto
erótico, aquel que le resultaba rutinario, ese acto de mirarse al espejo e
inventar historias sobre su narcisismo.
JNR