Gotas de té
Sostenía entre sus
delicados dedos un lápiz marcado por sus propias huellas dentales. Devoraba
cada párrafo a una velocidad bestial mientras se ajustaba de vez en vez los
anteojos manchados por sus dedos grasientos. Se encontraba rodeada de edificios
construidos a base de libros viejos y de buen grosor. Se asomaban ligeramente
sus cabellos torcidos y sin ningún rastro del paso de algún peine. El sonido de
las páginas pasar y, el masticar de los lápices circundaban en sintonía. Y ahí
estaba, la frase por la cual estaba esperando hace mucho tiempo: «El amor es
una batalla para ganar el cielo del otro». Salvaje y llena de alaridos fue su
exclamación al subrayar aquella frase con el ya muy mordido lápiz de color amarillo.
Abrió sus ojos a su máxima capacidad mientras su cara se tornaba pálida como
manzana; fresca y rojiza. Cerraría por fin el arrollo de libros que la rodeaban
y derrumbaría con violencia aquellas estructuras arquitectónicas hechas de
tinta y papel. Abrió su ventanal grande de un solo tirón. Reposaba un cielo
azul claro en sus pupilas dilatadas. Tomaría de la atmosfera cálida una gran
bocanada de aire que refrescaría sus jóvenes y no tan contaminados pulmones. Se
estremecería ligeramente al detectar un hilo de humo de café proveniente de la
cafetería que yacía postrada enfrente de su departamento viejo. Pero recordaría
que el ansia por abrir su nueva dotación de tés sabor a menta que le regaló su
vecina, no podría esperar más. Desistió de manera estoica su antojo a cafeína y
se aventuró hacia aquel ritual nuevo para ella de prepararse una infusión
distinta al café. Encendió su computadora un tanto abandonada por el exceso de
lecturas pendientes que ella misma se había creado. Notó que de igual modo,
tenía escritos de cuento y poesía que yacían en un maldito limbo. Se decidió a
seguir llenándolos de letras y recordar su estado de ánimo cuando comenzó
dichos cuentos y poemas tiempo atrás. Mientras hacía gestos extraños en señal
de desaprobación de gusto por su nueva bebida caliente. La mañana transcurriría
apacible en su actividad de posar sus dedos sobre el teclado en su computadora.
Llegaría la tarde y, con ello, el arrebatamiento de su tranquilidad. Sonaría un
estruendo demasiado enfurecido en la entrada de la puerta. Alguien tocaba de
manera desesperada, de tal modo que la hizo brincar de su silla derramando así
su té sobre el computador. Haciéndola exaltarse casi de manera instantánea y
provocar el apagado repentino de dicha maquina tecnológica por el derramamiento
de líquido caliente. Ella no guardaría ningún avance de aquellos escritos, se
perderían para siempre de manera tal y como estaban siendo escritos. Correría
furiosa para averiguar quién pudiera ser aquel ser que le había arrancado su
concentración absoluta y determinante. Abrió de un golpe la puerta, pero no
habría absolutamente nadie postrado en aquella entrada sepulcral. El pasillo de
igual modo rebozaba de una tranquilidad altamente silenciosa. Ella no entendía
lo que sucedía, miró hacia al piso donde estaba postrada su alfombra de
bienvenida un sobre color azul claro con marcas de sangre que parecían huellas
dactilares de alguna persona. Lo tiró inmediatamente al suelo al percatarse de
las manchas de sangre, su rostro se tornó perturbado en demasía y corrió hacia
dentro de su departamento despavorida cerrando la puerta de manera violenta.
Recordó que su gran ventanal seguía abierto. Lo cerró de manera precisa y
veloz. La tarde se nublaría y ya no predominaría el olor a café y a libros. El
sonido de alguien tocando su puerta fuertemente no pararía durante toda la
tarde. Golpes que retumbaban en eco frente al departamento lleno de libros y de
una pequeña adolescente vuelta en lágrimas y temblorosa que se esconde de
rodillas bajo la mesa frágil de madera. Los golpes cesarían. La noche haría su
entrada discreta en aquel diminuto escenario. Dos cuartos, libros, una
computadora que ya no funcionaba, una mujer arrebatada de su tranquilidad, y
una puerta que se hace cada vez más grande con cada minuto tras una extraña
tranquilidad de silencio. Se atrevió nuestra temblorosa protagonista a volver a
abrir su puerta. Ya no habría sobre alguno, solo cadáveres de gatos negros
descuartizados, regados por todo el pasillo. Los gatos carecían de globos
oculares. Solo estaban ahí, regados, con sus bocas abiertas expulsando su
lengua en estado de putrefacción. El sonido de las moscas no dejaría de
retumbar en todo el pasillo. Ella no podía más. Escaparía nuevamente a su
departamento, esta vez no cerraría la puerta detrás de ella. Abrió el gran ventanal
que daba a la cafetería, pero no habría nadie, ella gritaba desesperada por
ayuda. Pasos ajenos a ella se escucharían retumbar en aquel suelo de madera
vieja en la entrada de su departamento. Ella voltearía muy lentamente, así,
como en cámara lenta. Una pequeña niña de no más de seis años vestida con un
pequeño traje blanco percudido, le regalaría a nuestra protagonista una gran
sonrisa bajo su mirada perdida, ya que dicho ente carecía de mirada, y su
cabello era completamente blanco. Aquel espectro infantil apuñalaría a nuestra
bella dama una y otra vez mientras ella trataba de alcanzar su escritorio donde
yacía el líquido de té derramado en su computadora. Las gotas de té resonarían
en el choque hacia el suelo, al unísono de cada apuñalada en su espalda. No
habría testigos, ni su vecina que le regalaría su nueva experiencia para la
preparación de bebidas de infusión. Solo habría un cadáver apuñalado carente de
globos oculares con olor a té.
JNR