Viejos desconocidos

 

Podía sentir el viento en su rostro, lo sentía vivo y fugaz; después de mucho tiempo al fin. El vendito aire de su anhelada libertad en aquella primera ventisca fuera de prisión y que, podía acariciar con sus propias manos y mejillas. Las hojas danzaban junto a él y su traje viejo de color marrón se alzaba de manera sincronizada junto con las hojas secas, más las páginas de algún periódico en el suelo tirado en la calle por algún ciudadano descuidado. En el titular de la página se percató de su realidad, año 2008. Estuvo 60 años preso, sesenta años de su vida tras las rejas y fuera de lo que conoció hace mucho tiempo atrás. Automóviles por todos lados, gran crisis económica mundial. Y sin una moneda o billete en los bolsillos. Su rostro era otro. Su caminar ahora era lento. Su cabello…, era poco. No supo qué hacer. No supo a dónde ir o a quién visitar. Todos a los que alguna vez conoció, ya estaban muertos, pensaría. Lo único que hizo tras cerrarse las puertas del gran complejo de seguridad, fue llorar. Fue lo único que le salió de manera honesta. Lágrimas tras lágrimas en su rostro arrugado. Ya no era más aquel joven prepotente de 20 años cuando incurrió en su primer y único asesinato a mano armada. Había leído demasiadas historias de grandes robos, y solo necesitaba dinero para mejorar su estatus frente a las mujeres que le atraían tanto. Ahora ya no sentía nada por nadie. El caminar de mujeres jóvenes y no tan jóvenes, no despertaba ya nada en él. Tras limpiarse las lágrimas, caminó sin rumbo por la extraña ciudad, se sentía ajeno a todo lo que sus ojos cansados miraban. Finalmente, yacía parado en medio de un puente, situado a 45 metros de un cruce de autos que aceleraban en aquel tramo bajo del puente, sintiendo aquella libertad de apretar el acelerador de sus máquinas coloridas. Él se levantó sobre el barandal del puente, alzó los brazos, apretó su mirada, pero…, de la nada llegó un ave extraña de color negro, se le quedó mirando fijamente. Él no podía creer lo que veían sus ojos. En el barandal yacía un testigo de su deseada muerte. Pero al ver el ave, él no sabía si decir algo antes de aventarse al vacío. El ave hizo un gesto de tedio, y dijo: «Hazlo de una buena vez, no tengo todo el día». En su asombro y gran susto, se tambaleo de donde estaba parado y cayó directo enfrente del parabrisas de una camioneta blindada. La mitad de su cuerpo se hizo pedazos. Los autos aledaños a la camioneta pasaban encima de sus viseras, piernas, rodillas, tobillos y pies. La otra mitad de su cuerpo yacía incrustada en los pedazos de vidrio del vehículo. El ave soltó una ligera carcajada y emprendió su vuelo ante algún otro sujeto a punto de quitarse la vida. ¿Quién era esa ave? Él lo sabía. ¿Quién era él? El ave lo sabía.

 

JNR

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