Estela

 

La luz de amarillosos destellos y en ocasiones con ligeros tintes de un rojo mezclado con un tono naranja, iluminaba su espalda bien marcada, descubierta totalmente desde la vista del techo de la habitación. Una habitación descuidada, mal oliente, con rezagos del tiempo de paredes y muebles descuidados, grandes manchas negras imperaban en la decoración. Los gritos se hicieron presentes, ahogados por la almohada roída y vieja. La gotera del grifo del baño acompañaba la armonía de los gritos silenciados. Su presente y su futuro fueron arrebatados en presencia de sus seres amados. No pudo despedirse, todo sucedió de manera casi instantánea. Estela, aún recordaba su nombre. Un nombre que poco a poco le han hecho olvidar. Estela fue secuestrada mientras yacía en el asiento del copiloto mientras el tráfico de la carretera se hacía a relucir. Sus dos hijas cantaban canciones infantiles. Su esposo tomaba la mano de ella de manera un tanto romántica y juguetona. Ambos se miraban en un hilo de confianza y amor. Hasta que aparecieron los hombres encapuchados con armas en las manos. No querían el auto, no querían su dinero, no querían a las niñas. Querían a Estela. Y eso consiguieron.

Han pasado quince años desde que Estela fue arrebatada de su familia para estar en una instalación de trata de mujeres. Intercambiando servicios sexuales a los capos más letales del narcotráfico en México. Su nuevo nombre era: María. Nombrada así por la matrona del lugar. Encargada de todas las gestiones y de mantener a todas sus muchachas limpias y educadas para aquellas bestias sedientas de carne, droga y lujos.

Esa noche, Estela lloraba ante la impotencia de recordar cómo era su vida antes. Se encontraba encadenada del pie izquierdo hacia un fierro que salía del piso mal construido. Lleva días sin probar bocado otra vez. Ha bajado mucho de peso; pero las lagartijas que hace cada mañana, la han mantenido en cierta forma física. Su familia no ha dejado de buscarla por mar y tierra. Ella no lo sabe. Con cada violación se va extinguiendo más y más sus ganas de seguir con vida. Ya ha tenido varios intentos de auto suicidio. Su rostro ya no conoce la sonrisa. Ahora solo tiene odio y lamento en su día a día. Sus gritos cada vez son más apagados, ahogados por un destino que ninguna persona debería enfrentar. Siempre es castigada en dicha locación del terror. Ha pedido literalmente a cada narco que la mate. Ellos solo la golpean hasta dejarla inconsciente. No piensan gastar sus bendecidas armas por la iglesia en ella. Son armas con incrustaciones de oro sólido. Es vigilada desde entonces por agujeros en la pared. Ella había notado que un narco, que lucía como el jefe de todos, portaba un frasco de color amarillo espeso en su cuello a modo de collar. Estela, pensó que era algún brebaje que provocaba la muerte instantánea, por si atrapaban a dicho narco y no tuviera escapatoria ante la ley. En un descuido, Estela arrebató el frasco de su cuello y no dudo en beberlo de manera efusiva. El narco contempló la escena mientras se subía los pantalones con un rostro de espanto.

—Ese frasco me lo regaló un místico de la sierra. Me lo dio como tributo de haber mantenido a la civilización fuera de sus tierras. Y ahora también mis tierras. Lo degollé sin más.

La luz de amarillosos destellos y en ocasiones con ligeros tintes de un rojo mezclado con un tono naranja que iluminaba su espalda bien marcada; descubierta totalmente desde la vista del techo de la habitación. Una habitación descuidada, mal oliente, con rezagos del tiempo de paredes y muebles descuidados, grandes manchas negras imperaban en la decoración. Los gritos se hicieron presentes, ahogados por la almohada roída y vieja. Estela se tornó en una bestia larguirucha de enormes garras, en su espalda se apreciaban los enormes músculos resurgiendo de cada rincón de su cuerpo. Los pelos grises la envolvieron en su totalidad. Un gran hocico largo fue el último desprendimiento, con grandes colmillos que, destellaban con la luz de la habitación.

Estela, o lo que quedaba de ella, descuartizó a todos los narcos de todas las habitaciones continuas. Estela había consumado su venganza. Solo que su cuerpo nunca volvió a la normalidad.

Las hijas de Estela sufrían pesadillas cada noche, ambas se levantaban cada madrugada a contemplar el cielo oscuro, y, en ocasiones pintado con una gran luna llena. Los aullidos de Estela acompañarían el paisaje.

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