Rojo atardecer



El teléfono de color negro con lunares blancos sonó, interrumpió el sueño de Larissa. Contestó, escuchó de manera atenta, se frotó sus glúteos desnudos, se acarició de manera juguetona sus pezones firmes. La llamada concluyó. Larissa bostezó, volvió a su cama, volvió a soñar. Despertó de golpe, miró el espacio de sobra en la cama, su amante se había ido sin hacer ruido. El humo del cigarrillo abrazó los rayos del sol provenientes de su ventana. Por alguna extraña razón, no dejó de pensar en la llamada, no dejó de sonreír aún después de bañarse y arreglarse para ir a su oficina en sábado por la mañana. Se montó en su Jeep color rojo que combinaba con su blusa y el color del labial propagado en sus labios gruesos.

Una vez que salió de la carretera para entrar en la ciudad de Río de Janeiro, se tropezó con un tráfico descomunal. En el retrovisor se asomó su mirada previa a ajustarse sus gafas negras de sol. Pasó el tráfico vehicular. Larissa sólo vislumbró la conglomeración de gente reunida entorno a una ambulancia que, hizo sonar su sirena para pasar a toda velocidad frente a los ojos de ella. Llegó a su oficina, en su escritorio se hallaba el caso por el cual la hicieron venir al departamento de policía. El expediente era breve: “Empleado de constructora envenenado”. Su nombre: Rodrigo Almeida. Cayó desde el último piso en construcción. Cuando Larissa leyó el nombre de Rodrigo, junto a su fotografía, la inundaron los recuerdos. Esa sonrisa la conocía demasiado bien. La apreció infinidad de veces, cuando llego con sus maletas a la casa de Larissa, Rodrigo le prometió dejar a su familia por ella. El día que Rodrigo se mudo al departamento de Larissa, le regaló a ella un teléfono negro con lunares blancos, que instaló en el pasillo de su departamento frente a un gran espejo de cuerpo completo. Las lágrimas caminaron sobre sus mejillas. No hubo nada que indagar de manera profunda. Larissa sabía que la esposa de Rodrigo lo había envenenado, ya que sabía de sus infidelidades. Larissa se sintió mal por los hijos de Rodrigo. Ella cerró el folder donde yacía la foto de Rodrigo sonriendo y con su casco de construcción. Tomó su Jeep y manejó a toda velocidad hacia su casa. El rojo atardecer se reflejó en su retrovisor, mientras ella apreciaba el color rojizo del sol frente al mar a lado de la carretera. Al llegar a su casa, cayó de sueño en su cama destendida, las lágrimas se incrustaron en su almohada. El teléfono de color negro con lunares blancos sonó, interrumpió el sueño de Larissa. Contestó, escuchó de manera atenta, se frotó sus glúteos desnudos, se acarició de manera juguetona sus pezones firmes. La llamada concluyó. Larissa bostezó, volvió a su cama, volvió a soñar…

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