Conejo blanco
El conejo blanco cerró la bragueta de sus
pantalones tras agitar su miembro frente al escusado sucio en aquella cantina
de mala muerte. Salió tambaleante por las puertas de madera, se ajustó su gran
gabardina de color azul marino, notó que había unas cervezas frías en una mesa
abandonada y las empacó en los grandes bolsos internos de su gabardina vieja.
Llegó a su departamento
como pudo, tras vomitar de manera breve en un par de postes de luz en la calle
oscura. Colocó su botín etílico en la mesa rota de su pequeña sala, se despojó
de sus ropas para quedar postrado en calzoncillos en su desgarrado sillón
negro. Frente a él, se encontraba una televisión un tanto arcaica, tenía que
pegarle a su control remoto para que pudiera cambiar a la opción DVD, puso el
disco que yacía siempre puesto y que le gustaba mirar mientras tomaba sus
últimas cervezas del día. Le gustaba ver conciertos de rock de bandas de los
80´s. Sonreía con aquella risita extraña mientras destapaba las cervezas con
sus dientes chuecos y con exceso de caries. Se quedó perdidamente dormido en
gran estado de ebriedad. Se podía apreciar la escena de un conejo roncando en su
sillón a lado de unas revistas pornográficas. Le gustaba mucho masturbarse mientras
mira con entusiasmo a aquellas conejitas en paños menores o completamente
desnudas con zanahorias crudas incrustadas en sus partes íntimas. El nombre de
su vecina se alcanzaba a mirar en su teléfono celular con la pantalla rota.
Su mejor amiga, es su vecina
de enfrente al pasillo, es una gatita punk, le gusta pasar las noches con él.
Pero él, esta noche, no estaría dispuesto para nadie.
Al siguiente día, muy de
mañana, el conejo blanco despertaría de golpe ante la pulsación horrible que
suscitaba en su cabeza; provocada por una descomunal resaca alcohólica. Cada
sonido era amplificado en su cabeza al triple de su normalidad sonora. Alguien
tocaba su timbre con aferrada insistencia. Era su entrañable amigo el zorro,
que provocaba la atención de las pupilas de los peatones que cursaban con
normalidad por la acera, ya que el zorro vestía con brutal elegancia,
amaba los sacos y los zapatos con incrustaciones doradas, mas sus anillos
brillantes y su puro que le gustaba morder de vez en vez para mostrar su
desafiante dentadura. Al no recibir signos de vida de su amigo el conejo, éste
optó por llamar a sus guaruras y entrar a la fuerza al edificio y por
consecuencia, al departamento de su desaparecido amigo.
Una vez dentro, el zorro
sacó un pañuelo de seda para esquivar el olor a vómito y pocilga que irradiaba
el lugar. Al ver un bulto en la sala, el zorro se percató de que su amigo
estaba bañado en su propio vomito ya seco y con su miembro flácido al
descubierto. Ambos figurarían la misma sonrisa irónica que siempre se han
otorgado desde la infancia.
Al salir de la ducha y
preparar café, el señor conejo lucía un rostro más amigable, los guardaespaldas
esperaban afuera, y el señor conejo no se había percatado de que su puerta
yacía sin manija y con los seguros rotos. Su amigo zorro lo contemplaba con
paciencia estoica mientras leía el periódico y mordía su puro. Al estar
sentados frente a frente, decidieron por fin entablar diálogo:
—¿Qué te trae por estos
bajos rumbos, señor futuro presidente? —exclamó con voz ronca el conejo.
—Bueno, pues no es
novedad, ayer fui notificado de que hiciste enfurecer a muchas personas dentro
de un bar de mala muerte, y entre ellas; al clan tortuga (una pandilla de
matones dentro de la ciudad que gobernaba el alcalde zorro), y pues ya te
tienen en la mira, conejo tonto.
—¡Vaya! ¿Todo por unas
cuantas cervezas robadas? ¡Qué puta exageración! —vociferó conejo con un tono
de sarcasmo medianamente reprimido.
—Ambos sabemos que no es
la primera ocasión que te metes con miembros del clan tortuga, viejo conejo
ingenuo.
—Pues siempre me están
jodiendo mi zanahoria, amigo…, de algún modo tengo que defenderme con estas
pequeñas venganzas.
—Típico de ti, jamás te
dejas de nadie, conejo estúpido. —dijo el zorro cortando la conversación
mientras prendía su puro en la boca y se levantaba para emprender la retirada
de aquel horrible lugar.
El señor conejo dio por
entendido que su amigo el alcalde lo defendería como era costumbre, ya que lo que ambos pensaban del clan tortuga era: «tortugas blandas».
El tiempo pasó, su
vecina; la gatita punk, yacía montada en el pene erecto del conejo blanco, se
deslizaba su cadera hacia adelante y atrás de manera salvaje y en ocasiones un
tanto lenta para besar a su vecino con orejas peludas. Los pechos perforados de
su amante felina, yacían al descubierto mientras los relamía y hundía su rostro
en ellos. En eso, la puerta, antes reparada, volvería a resultar comprometida
en cuanto a su fisionomía. Las balas salieron atravesadas a través de la puerta
y acompañada de varios pedazos de astillas que inundaban el departamento como
confeti en fiesta. Algunas balas se alojaron en la espalda tatuada de su vecina
punk, él, emprendió la huida saltando por la ventana completamente desnudo y
lleno de heridas de algunos vidrios que se habían incrustado en su peludo
cuerpo. Alcanzó a distinguir una camioneta verde blindada con el símbolo de
caparazón del clan tortuga, cuando sintió una inmensa tristeza por su vecina
que había perdido la vida por su estupidez de meterse con las tortugas
equivocadas. Se colocó unos periódicos sucios en su cintura que encontró en el
suelo, salió corriendo a gran velocidad de su ahora: ex apartamento.
El lector no se
sorprenderá en pensar a dónde y con quién se dirigió aquel conejo blanco. Sí,
con su amigo el alcalde, pero daba la extraña peculiaridad de que el alcalde
había muerto. Había una cantidad estúpida de patrullas en los alrededores de la
gran mansión de su viejo amigo zorro. El señor conejo se llenaría de groserías
en sus pensamientos que repitió de manera constante mientras corría hacia la
casa de sus padres mientras el viento levantaba a aquellas páginas de periódico
entre sus nalgas.
Al llegar a la entrada de
la casa de sus padres con el cuerpo un tanto entumido por el viento al contacto
con la piel desnuda, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta. Alzó
la voz en señal de llamado, su presencia era digna de apreciar en la estadía
hogareña de sus padres y demás hermanas, hermanos y sobrinos conejos. Sintió un
mal sabor de boca y una punzada en la barriga. Al abrir su recamara, se
horrorizó al ver el cúmulo de patas de conejos cercenadas sobre su cama, todas
eran de su familia, que yacían muertos y demás partes de cuerpo, asados en su
jardín trasero. Se vistió con lágrimas en los ojos, pero recordó que en un
compartimiento secreto de su closet había guardado una droga muy potente para
poder olvidar toda esta hecatombe de sucesos.
Al introducirse en su
sistema dicha sustancia química, tuvo un ataque epiléptico y múltiples convulsiones,
como si un éxtasis lo alcanzara y la imagen de un conejo blanco se derritiera
frente al espejo del baño.
El conejo blanco despertó
en una realidad alterna, era una realidad donde a los conejos se les había
domesticado, y unos tales seres “humanos”, fueran los dueños de ellos. Se puso
muy nervioso al contemplar la existencia de una pecera a un costado de su valla,
había múltiples tortugas con la mirada perdida o dentro de sus caparazones. En
otra dirección, dormía un zorro muy arropado, y, de frente, una gatita delgada
se estiraba debajo de los rayos del sol. No entendía que sucedía… Así sería su
realidad hasta el día en que lo cenaron para una cena importante para el mundo
de los humanos.
J. N. R.