Un tren cargado de apatía

 

Un tren cargado de apatía, de frutos que glorifican la desesperanza; plagado de voces que imitan de mal modo a mis intenciones más honestas. En sus ventanas reflejan las sonrisas siniestras…, reanimando el temor sembrado por la indiferencia. Es un tren cargado de individualismo, de un YO con mayúsculas. Necesito más tiempo, las cuerdas yacen gruesas, firmemente amarradas a mi piel. En sus miradas perdidas no cabe la empatía, no cabe la dignidad, no conocen las lágrimas de esfuerzo. Sólo les importa aplastar al otro; al distinto, al que se sale de las normas. Y es que no conciben los pasajeros de dicho tren, el que alguien pueda destacar fuera de las ordenes, de las reglas, de lo que la tradición manda. Las vías de metal oxidado retumban en su anatomía expectante. La atmosfera se oscurece, la hierva a un costado de las vías danza en su sincronización con el viento que va en aumento. Son demonios, son los malditos poetas de composta. Hacen sonar el tren, mi tiempo se acaba, en sus sonrisas escurre la saliva de su arrogancia; portan coronas de plástico pintadas de oro opaco. Visten las prendas y cargan las fotografías de los logros más inauténticos de sus carreras literarias. El rugido de las piezas mecánicas enfurece al silencio ante la clemencia de mis lágrimas al darme cuenta que, no puedo desatarme de las vías, de aquel destino visualizado por mi intuición escrita. ¿En qué momento me hice de enemigos tan despiadados? Mira que tomar mis letras para hacerlas pasar como suyas, y recibir aplausos por algo que imitaron en la oscuridad de sus plumas coloridas. Los animales nocturnos encienden sus faros entre la vegetación que pronto será salpicada de sangre y sesos. El espectáculo, siempre se trató de eso, de ser un mal personaje de ustedes mismos. De lamer pies para la escala de sus pequeños egos. ¡Qué hipocresía portaban cuando entraban de la mano con los “expertos” en literatura! Los profesores se limitaban sólo a subir sus cierres del pantalón y a peinarse ante la obsesión de idolatrarlos para algún día apuñalarlos y someterlos a las vías de un tren que se comerá mi espíritu. Los entiendo, son locales, y son foráneos, pero son neonatos. En la cabina principal del tren va conducida por su maquinista predilecto, aquel reptil humanoide; de anteojos y de metro y medio de estatura. En su hocico yacen múltiples dientes puntiagudos: él ordena, él decide, él saborea sus lenguas pequeñas, le fascina sentir sus cuerpos delgados. Les encanta acatar sus más perversas voluntades. Hacen sonar el silbato del tren; que es ruidoso, que anuncia el fin de mi existencia. Una luz emerge en lo profundo del bosque nocturno, yace a la distancia de las vías de aquel tren de la vergüenza que está a segundos de acabar con mis sueños. Es una luz que se alarga y logra tomar mi mano, libera las cuerdas con su brillo cegador. Abro los ojos, el tren yace a los lejos, mi cuerpo se encuentra tendido entre el pasto y las ramas con fango. La luz se ríe de manera infantil; se marcha, desaparece. Mis sueños pueden descansar, estar tranquilos de las venganzas ajenas. El tren deja salir su humo con formas de cráneos sonrientes. Recordándome que no es el fin de sus delirios de egolatría. Volveré, volverán, y la próxima vez, estaré mejor preparado. Por ahora, puedo seguir escribiendo, debo seguir escribiendo. Puedo seguir soñando… 

J. N. R. 

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