Me hundo
Me hundo como piedra caliza sobre un lago
de impulsos lóbregos. Sostengo infinidades de caricias resilientes y extintas
que nunca deseé ni perduraron. El dinamismo del aire sobre los pétalos fluye a mi
enternecimiento sagaz, rampante, febril. El cielo ya no sintoniza con mis
suspiros. Mis pasos ya no dejan la misma huella húmeda frente al charco
movedizo. Ya no hay orden en mis días, ya no hay días en mi orden. Todo es un
caos sonoro, matizado, disuelto en el afán de volver al espejo donde refleja a
mi carisma oxidado. Me vuelvo un humo gris frente al eclipse ególatra. La
lumbre se extingue frente a mis sueños oscuros. Pero eso es la vida, un vaivén
de claroscuros, tal vez ahora no me doy cuenta; pronto todo pasará y volveré a
estar de pie en lo alto de la montaña. Las sombras siguen burlándose de mí. La
calma y la lumbre dejarán de consumir mis sonrisas de espanto. El filo del cuchillo
me lleva a otro lugar. Es una cabaña. La cabaña fomenta su comprensión al
compartirme su brillo nocturno en la chimenea. El cielo está plagado de luces
en su lejanía con la urbe de asfalto. Sólo somos yo y mi soledad enternecida, en este desafiante viaje
de anhelada y muy desquiciada introspección: Desesperación, desgaste, disociación, deseo, desolación,
desastre… El viento no se acaba y no se lleva mi zozobra, los coágulos
persisten. Se avecina un mal presagio. El murciélago blanco aún sigue dormido
en el techo de la cabaña. Ya no quiere hablar conmigo, sólo despierta de vez en
vez para juzgarme con su mirada de apatía. Mi ropa negra se siente vieja, un
tanto lúgubre y gastada. Las piedras se van acumulando, se van aglomerando en
filas frente a mi insomnio que se siente como un gran incendio. Un incendio que
carcome mis heridas y las heridas se van haciendo amplias. No tengo opción,
tengo que marcharme de las comodidades de la cabaña. El monte me llama, las
aguas negras me aclaman, la naturaleza en su extraño conocimiento anhela
instruirme en su genuina sabiduría: “No estas enfermo”, susurra… Sólo hay un
exceso de ciudad, un exceso de comida empaquetada, un exceso de competencia, un
exceso de “crisis económica”, un exceso de que todo aparentemente es un caos. Aquí
la única crisis, es saber qué árbol es el más grande, el más frondoso, el más verde.
El día se vuelve a disfrazar de noche, el murciélago blanco se pasea por debajo
del paisaje de la luna llena. El pasto sostiene mi cordura, la fogata clama mi
ansia; me sostiene la vida, me sostiene los suspiros… Me siento otro mientras
contemplo el monte y entierro mis pies descalzos sobre la tierra y la hiedra
oscura. El sonido de la noche en la naturaleza inicia su ostentosa sinfonía. Ya
no siento mi nombre ni mi profesión, ni siquiera a mi exquisita depresión… Ya
no hay nada de eso, me siento una nada viviente… La orquesta de mis latidos se
sincroniza con el humo del fuego controlado. La leña se propaga en el aire y se
lleva a mi muy querida melancolía… El maldito murciélago blanco me devuelve a la ciudad
frente al cuchillo pulsando mis venas…, no hay sangre, sólo líquido rosa y brillantina.
J. N. R.