La vieja y la oruga

 

Érase una vez en un antiguo hospital muy lejano, donde descansaba el cuerpo viejo de la gran Leonora Rosarios; lo de gran, se debía a que en su juventud había sido una luchadora inagotable.

Un buen día, Leonora despertó muy temprano, tenía la sensación de que llevaba bastante tiempo dormida. La visión se le aclaraba, permitiéndole observar sus palmas arrugadas de un extraño cansancio que una vida entera podía regalarle a una mujer longeva como ella. La memoria ya no le sería la misma, tenía la impresión de haber echo grandes cosas; pero, no las recordaba del todo. Observó a su alrededor, su cuerpo yacía tendido en una cama llena de colores pasteles. El canto de las aves invadió su ventana dejando al silencio en sosiego. Los rayos del sol apuntaban a una pequeña maseta donde se encontraba un gran rosal que perfumaba toda la habitación. Al percatarse de aquella hermosa flor que danzaba al compás del viento, se dio cuenta de que en sus pequeñas hojas habitaba una oruga de un color llamativo para el ojo humano.

—¿Y tú quién eres, pequeñito? —preguntó Leonora con asombro.

—No sé quién soy, ni qué soy, nunca nadie me había echo esa pregunta —respondió la pequeña oruga con ligera exaltación.

—Pues es evidente que eres una diminuta y muy hermosa oruga.

—Tus palabras me tranquilizan…

—No tengas cuidado, a mí también me gustaría que alguien me dijera quién soy. Sólo se que me llamo Leonora Rosarios.

—Pues mucho gusto Leonora, a mí me puedes decir: señor oruga.

Los dos rieron con enorme cariño, a sabiendas que se pertenecían el uno al otro por el simple hecho de acompañarse en su mutua soledad.

Dicha conversación sería interrumpida abruptamente por el sonido ligero de la puerta que se abrió con sigilo. Se asomaría una figura esquelética con vestimenta y aditamentos de médico.

—¡Yo tengo la respuesta a lo que ignoras, vieja! —espetó la catrina—. Me quitaste muchas víctimas en el pasado con tu arduo altruismo de juventud.

La vieja y la oruga se entristecieron de manera sepulcral. Lo cruel de aquel ser lleno de odio y resentimiento, les hizo prometerse a ambos no separarse si volvía a aparecer en un futuro cercano. Ambos cerraron los ojos. Leonora, al sentirse más tranquila, se desmayaría en un largo sueño. La pequeña oruga se deslizaría hacia su mano mientras contemplaba a Leonora con cierta tristeza. Esperando así, a que algún día despertara.

Pasaron los días, incluso semanas enteras…, hasta que Leonora finalmente despertó. Al abrir los ojos, no volvería a resonar en su mente el recuerdo de haber conocido a su pequeña oruga. Acaeció la noche, y la luz de la luna a través de la ventana, iluminaba una pequeña maseta con un rosal marchito junto con un capullo envuelto en telaraña. Leonora, sin saber dónde se encontraba o qué diablos hacía en una cama tendida, dejó escapar una tímida lágrima que recorrió su arrugada mejilla. No obstante, la catrina se haría de nuevo presente en la habitación nocturna.

—Es tiempo ya, vieja, tu tiempo termino, acompáñame…

Los recuerdos de toda su vida invadirían la mente de Leonora como un balde de agua fresca. Al desprenderse de su cuerpo físico, pudo apreciar en una secuencia de escenas, el recuerdo de su hija fallecida, la muerte de su esposo, la ayuda que dedicó a miles de personas en situación de fragilidad. Leonora se iría con un rostro rebosante en lágrimas de un sentimiento indescriptible que iba más allá de la palabra o el sentimiento de felicidad. Se marchó en dirección a una puerta abierta que emanaba una luz segadora mientras sujetaba la mano de la catrina.

La oruga finalmente salió de su capullo olvidado. La ahora mariposa, salió con muchas ansias de ver a Leonora, pero sólo apreció un cuerpo gastado sobre la cama iluminada por la luna blanca. Revoloteó sobre su cabello canoso, y emprendió vuelo sobre la ventana abierta. La mariposa entendió que el morir es mudarse de una casa a otra mucho más bella…

J. N. R.

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