Ángel caído

Y de un pétalo caído nació la ceguera esperanzadora, como cámara lenta, como si bailaran en el aire plumas de ángel desfallecido. Marchitos ahora persisten sus vuelos oníricos. El humo del cigarro opaca a la orquesta de mis pestañeos tercos. La sangre burbujea desde su cuerpo mítico; pero solo puedo percibirla en colores monocromáticos: un gran lago negro se expande debajo de sus rizos grises. Sospecho de todo, del pasto negro, y hasta de la santa muerte. Las ramas de los árboles han comenzado a sangrar; por cada hoja desprendida en la superficie, por cada nube atravesada sobre el cielo fúnebre, por cada agonía disuelta al ya no sentir sus alas completas ante el olor de las almas en pena. Mis zapatos comienzan a sentirse pesados ante el panorama dantesco. Su corazón comienza a martillar a su pecho de piedra hueco. La lluvia se presenta debajo de sus pupilas fijas. Los demás ángeles solo aprecian en un suspiro callado que parece eterno, un tanto suspendido en el tiempo olvidado. Aquí ya no existe el tiempo. Los ríos de sangre comienzan a bullir de nuevo, una textura espesa donde nace fuego blanco; extendiéndose sobre el valle de rostros inquietantes y movedizos. De pronto, el silencio deja su protagonismo y se instala el eco de pasos firmes acercándose, se perciben como si fueran castañas retumbando; pero es el tintineo de grandes pesuñas de cabra. Y de la nada, como rompiendo el aire de la atmosfera, un tridente viajó lentamente hasta incrustarse sobre la espalda quemada de aquel ángel que agoniza. Pude apreciar mi rostro y mi mirada de asombro unos segundos sobre el gran tridente mientras surcaba sobre mi cabeza. ¿Dónde estoy? Esto no es un sueño, esto no es una alucinación, esto ya no es la vida como la conocemos. Esto no es el cielo… 

Jesús N. Rincón

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