Euforia futbolera

 Es el día domingo en la Ciudad de México y, como es habitual, en la mayoría de las familias mexicanas se hace gala de presencia en los pintorescos colosos mercantiles llamados: tianguis. Simulando a un futbolista profesional en el vestidor del estadio y, a punto de salir a la cancha, me envuelvo en las calcetas más cómodas que encuentro; acompañado de mis zapatos deportivos, mas la camisa de mi equipo de fútbol favorito.

Al llegar acompañado de mi padre al tianguis, desenfundo cual espada sedienta de sangre de orco; la bolsa del mercado con su capacidad infinita de verduras, frutas, garnachas, tacos y; una que otra película de clon con poco eco auditivo al ajustarla al idioma de español latino.

Nuestra primera parada, es en el puesto de las quesadillas de masa azul; ordenamos y dejamos nuestro pedido encargado, para que posteriormente al culminar nuestro recorrido gastronómico, poder así recoger nuestras quesadillas de hongos, mas las gorditas de chicharrón prensado. Consecuentemente a esto, nos dirigimos hacia nuestro puesto de frutas predilecto, ubicado a unos pasos adelante. El diálogo inicial lo comienza mi padre al llamar al señor del puesto siguiente, pidiéndole plátanos y toronjas. Dicho personaje vestido siempre de camisas coloridas, con excelente ánimo y un buen tono de voz, le contesta a mi padre: “Claro que sí, patrón”. La charla se desenvuelve sobre el tema de la baja y alza de los precios de las frutas adquiridas por la buena calidad y su exquisito sabor.

Una vez pagados y almacenados los productos naturales a nuestra bolsa de mercado, continuamos nuestro recorrido culinario, adentrándonos en el corazón de la jungla del tianguis. Conforme vamos incrementando el paso, se va haciendo más pesada la bolsa, ya que nuestro bagaje nos hace acreedores de verduras: como jitomates, cebollas, ajos y aguacates. Proseguimos nuestro andar y varamos en el puesto de pollos; compramos cuatro alas y, media pechuga de pollo. No faltando mucho para concluir nuestra visita dominguera, pasamos mi padre y yo a degustar unos buenos tacos de mixiote, acompañados de un buen consomé humeante. Una vez consumidos los apacibles alimentos, caminamos de regreso para hacer acto de retirada; pero se alcanza a escuchar una gran faramalla de gritos por la presencia de la policía local a la lejanía, que viene a cobrar su ya clásico derecho de piso, y, quien no se ajuste a los términos nuevos, irán desalojando cada puesto que no cumpla con su “pequeña” cuota (mordida). Por tanto, empiezan los empujones, como si estuvieran en un concierto de música rock, donde los comerciantes del tianguis y los policías se enfrentan en una batalla campal de baile y golpes. Entre gritos y trancazos, un niño pequeño se le escapaba del brazo a su madre para alzar la voz en medio del escándalo frente a la multitud:

—¡Ya basta! Sé cómo arreglar esto…

Corrió de regreso a donde se encontraba su madre y le pidió su balón de fútbol y, ella, asustada de la emoción a la cual embargaba a su pequeño, le concedió el balón y éste salió corriendo al conflicto inicial diciendo en voz alta:

—¡El primero en anotar, tendrá que someterse a las reglas impuestas por el contrario!

Con sonrisa en el rostro, y armando el espacio para la cancha improvisada donde se jugarían la vida y el alma entre ambos adversarios, se colocaron como postes de portería: unos guacales viejos con mangos.

Los tianguistas juntarían a sus más exquisitos jugadores, dueños de una habilidad grata para la gran batalla del balón en pie. Dicha alineación contaba con nuestros comerciantes de confianza, a los que les compramos con ritualidad las mismas frutas y verduras cada domingo.

Ya casi iniciando el mejor partido de fútbol, apreciado por los clientes de los marchantes y, dejando sus listas del mandado en pausa para deleitarse ante un partido épico próximo… Arrancó la contienda pambolera con el pitazo desgarrador de uno de los jefes de policía. El público presente se enardeció en gritos de guerra, apoyando a los tianguistas; pero los policías menos obesos, y que ya estaban sudando la gota gorda en pleno inicio de partido, no se quedaban atrás, abrazando la pasión del juego, los policías porristas, le gritaban a la porra de sus rivales:

—¡Les vamos a dar una pinche arrastrada chingona, culeros!

Pasaron así veinte minutos desde que inició la batalla futbolística, pero ningún contrincante lograba concretar el tan adorado gol que les diera el triunfo a cualquiera de los dos equipos. Mientras mi padre se comía un helado ante el fulgurante sol que no cedió piedad ante su inminente calor que proporcionaba a los presentes y jugadores en turno, llegó el tiempo de descanso. El puesto de las aguas de sabor se encargó de abastecer de líquidos a los oficiales jadeantes por su falta de condición. Y los tianguistas jugadores, se hidrataban con unos buenos pulques curados de fresa.

Una vez recargados de energía hídrica, ambos adversarios reanudaron el partido. Sonaba de acople sonoro al evento deportivo y cultural, una colección basta de múltiples cumbias para inspirar a todos los jugadores a dar sus mejores pasos en la cancha de cemento. La multitud de ambos bandos vociferaba en voz alta sus mejores porras y groserías a los contrarios y apoyaban de vez en vez a sus colegas, ya sean policías o mercantes. La gran batalla del esférico, culminó con la señora de las quesadillas de hongos alzada varios metros en el aire suspendida en posición para realizar un tiro de chilena. No importando que le esperara una caída en el asfalto de concreto del tianguis. La señora alcanzó a golpear el balón en dirección a la portería del oficial más gordo que habían puesto en la portería. Anotó el gol más glorioso que nadie había visto nunca en un partido de fútbol. Los uniformados se llevaron las manos a sus rostros en señal de derrota. Los tianguistas gritaron con pasión, celebrando así, el gol que les daría la victoria y así la oportunidad de no pagar por dicha ocasión, el opresivo derecho de piso de aquel magnífico domingo. Todo el público asistente, excepto los que abrazaron la derrota, corrieron en dirección hacia la señora de las quesadillas de masa azul, la alzaron en brazos, ella alzaba una representación de plástico de la copa del mundo reluciente en pintura tóxica de oro.

Tras dicho acto futbolístico y de justicia tianguista, mi padre y yo emprendimos la retirada, abrazados con una gran sonrisa del tamaño del mundo, le comenté:

—¡Qué pinches competiciones oficiales de equipos profesionales ni que la chingada! Estos sí son partidos…

—Lo sé, hijo. Los partidos oficiales de fútbol, ya carecen de relevancia, ya que los jugadores están muy desconectados con el pueblo, solo les importa el dinero y viven como magnates. Este partido que acabamos de apreciar, creo que sólo se da una vez en la vida. Lo llevaremos por siempre en nuestras memorias… —exclamó mi padre con gran euforia. 


J. N. R.

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