Ira absoluta

 

El gato azul corría con suerte, se asomaba su sonrisa por encima del abanico de cartas frente a su rostro peludo y lleno de bigotes. Sus colmillos de oro y plata destellaban de vez en vez, mientras acomodaba sus fichas para apostar lo necesario para ganar la nueva partida en turno. El humo del puro llenaba la atmosfera de cierto misticismo ante los rostros nerviosos de sus oponentes frente a distintas apuestas amenazadoras. Todos develaron sus cartas, en efecto, el gato azul había perdido de nuevo. Ante su enojo, disparó al pecho de sus rivales: la golondrina amarilla caería muerta sobre la mesa de apostar. El gallo rojo se fue de espalda con su silla, dejando sus patas con tatuajes suspendidas en el aire mientras sus plumas compaginaban junto con la neblina de la nicotina. El gato azul ordenó a sus trabajadores que retiraran los cuerpos y los desaparecieran. Ordenó otro vaso de whisky en las rocas. Subió el volumen de la música blues a toda su capacidad. Necesitaba aliviar su ira —era un pésimo perdedor. Mandó llamar a sus gatitas de color morado y naranja. Hicieron el amor en el cuarto de la piscina. Los gemidos y alaridos apenas y se escuchaban con la música rock que habían cambiado y puesto a todo volumen también. Su gran mansión continuaba de fiesta, no importando el miedo de no saber si todos los invitados seguirían con vida al día siguiente. El gato azul, estaba loco, era un ser muy volátil, en unos instantes podía regalarte un yate nuevo, y a la siguiente hora dejar tu cuerpo sin vida flotando sobre el mar. Pero dicha actitud era lo que lo había llevado a ser el jefe de jefes de toda la mafia animal fantástica. Su palabra era la ley. Le gustaba mucho pintarse el bigote de negro, lo distinguía de los demás gatos azules. Se exacerbaba de lujos y de las gatitas más bellas del modelaje y del mundo de la actuación. La policía del escuadrón especial de cebras antidrogas y anticorrupción lo seguían de cerca. Tan de cerca que, en su celebración hedonista, como en todo, había diversos infiltrados. Cebras que aparentaban ser narcotraficantes ostentosos. El gato azul pasaría a su baño de lujo después de copular con sus amantes, al terminar su defecación, recordaría su enojo en las múltiples apuestas perdidas hace unos minutos. Su rostro reflejaba un ceño de ira absoluta. Cada que se encontraba en dicho trance de estado iracundo, hervía espuma por su boca y su vista se llenaba de infinitos hilos rojos. Los agentes infiltrados derribaron la puerta del baño mientras se estaba aspirando la nariz sobre una gran montaña de polvo blanco sobre el lavamanos. El gato azul saco sus armas bañadas en oro y con incrustaciones de las iniciales de sus padres. Pero dicha acción fue demasiado lenta frente a las balas que atravesaban sus rodillas, muslos, patas y garras. Su cara yacía estampada en el piso del mármol ensangrentado. Sus dientes de oro y plata volaron en dirección hacia el escuadrón cebra. Su bigote negro se encontraba vestido de sangre. Ya no habría más apuestas, más fiestas, más gatitas… Ya no habría más días de ira absoluta.

J. N. R.

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