Porcino sonriente

 Belarmino Zapata era muy joven en aquel tiempo, ingenuo, torpe; no tenía idea de qué estudiar saliendo de la preparatoria. A lo único que se aferraba y le provocaba perderse por horas, era a sus novelas de detective y a buscar historias sobrenaturales en dudosas páginas de Internet, donde a cada rato, se interrumpía su búsqueda al saltarle en la pantalla: mujeres rubias enseñando grandes bustos rellenos de silicón.

Belarmino no era el arquetipo más deseable en la escuela. Cuando entraba al salón o a la biblioteca, no arrancaba suspiros de ningún tipo, nadie notaba su presencia hasta que alguien percibiera su fea tos de perro viejo. Pero un día todo eso cambió con la aparición de Lilith. Ella era dueña del título —y por primera vez y única en su vida— como su primera acosadora. Y no una acosadora discreta, era muy literal cuando llevaba falda y se agachaba frente a Belarmino para que notara que no tenía ninguna trusa bajo su corta prenda de vestir. En clase de matemáticas siempre sacaba un plátano y lo chupaba de manera sugerente mirándolo fijamente. En el camión, al salir de la prepa, ella siempre lo rosaba con su mediano busto en su hombro mientras él permanecía sentado sin saber qué decir o hacer.

Así fueron las cosas durante todo el semestre, Lilith aparecía en todos lados de manera “sorpresiva” a donde fuera Belarmino: en el comedor, debajo de las escaleras, en los pasillos, en el elevador de la preparatoria, en la biblioteca entre los libros, donde pudo apreciar sus lindos pechos desnudos. Tenía eróticas pesadillas con ella en las madrugadas. Hasta que una sesión nocturna, al dar vueltas sobre la cama y no poder conciliar el sueño, bajó a la cocina por un vaso de leche fría. Asomó su mirada al gran ventanal de su sala que daba a la calle, y ahí estaba, Lilith con su atuendo de colegiala: camisa blanca ajustada, desabotonada de los primeros tres botones de arriba hacia abajo y con su clásica falda corta. Los cristales del vaso junto con la leche se incrustaron sobre el suelo de la sala. Lilith le hacía señales con el dedo índice en señal de que lo siguiera. Eran las tres de la madrugada, Belarmino pensó en subir a cambiarse primero, pero decidió salir con su peculiar pijama de cochinitos de seda, con una tremenda erección bajo aquellos porcinos sonrientes.

Al salir de su casa, él se sentía como hipnotizado, caminaría atrás de ella y la seguiría a cualquier lugar sin explicación alguna, sentía mucho placer al ver a Lilith caminar delante de él. Lilith lucía más pálida de lo normal bajo el manto nocturno. Era como si Belarmino siguiera a una hermosa hada adentrándose hacia un bosque oscuro. Pero en la realidad, no había ningún bosque, era el paradero de Indios Verdes. Lilith lo condujo por dicho lugar en dirección a un callejón vacío, lleno de basura por todos lados. Aparecían ratas de un tamaño frente al lejano sonido de cláxones provenientes de grandes camiones con luces de neón, se alcanzaban a distinguir los chirridos de aquellas ratas gigantes con grandes ojos lúcidos. Lilith sólo se limitaba a sonreír e invitar a que continuaran el paso en su andar. Belarmino tenía la sensación de que con cada paso que daba hacia la dirección a donde lo dirigía ella, era como si la ciudad se fuera perdiendo entre una atmósfera de putrefacción. Aparecían más ratas que, incluso, ya le aventaban mordidas, sentía como lo rasguñaban en los tobillos. Cada vez aparecía más basura, las paredes lucían un moho amarillento, en el suelo relucían grandes charcos de aguas negras provenientes de alguna cañería cercana. Finalmente, Lilith se detendría a lo lejos, frente a un gran resplandor de color rojizo que emanaba de unas escaleras subterráneas. Ya no había señales de vida, era como si las ratas tuvieran miedo de acercarse a aquellas escaleras. Al bajar los escalones, Belarmino notó una gran cantidad de nombres masculinos pintarrajeados alrededor de las paredes a modo de grafiti. Todos pintados de color negro bajo aquel resplandor rojizo. Olía a sangre, era como si se adentraran en dirección hacia al centro de la tierra. Volvieron a detenerse frente a unas imponentes puertas metálicas, un tanto oxidadas. Ya no habría más escalones que bajar. Eran las puertas de un elevador. Debajo de ellas se podía apreciar el gran resplandor. Lilith jaló una gran palanca, el piso tembló de manera brusca. Bajo las suelas de sus chanclas, Belarmino podía sentir cómo el gran elevador subía hacia ellos. En su espera, Lilith le propició un extenso beso de lengua a Belarmino, mientras ella le frotaba su pene que empezaba a tornarse erecto de nuevo. Las grandes puertas se abrieron, la luz roja cegó un poco la mirada de ambos, él y ella entraron sin pensarlo. Al cerrarse las puertas, le comenzaron a temblar las piernas a Belarmino. Ella le volvió a dar la espalda, como si ignorara su presencia. Él padeció mucha desesperación, al percatarse del insoportable calor que hacía mientras el elevador continuaba en su desarrollado descenso. Al volver su vista hacia la espalda de Lilith, distinguió que su espalda y piernas, ya no eran para nada femeninas. Ahora tenía una complexión rebosante en músculos y alfombrada en un extraño pelaje blancuzco. Unos grandes cuernos se alzaban sobre la cabellera de Lilith. El deseo desapareció, de inmediato experimentó una sensación bastante intensa. Recordó un término que leyó en algún sitio Web, era la palabra: Macabro. Sentía en todo su cuerpo lo macabro. El elevador finalmente se detuvo al llegar a su destino. Antes de que las puertas procedieran en su apertura, Lilith le dirigió algunas palabras:

—¿Sabes, Belarmino? Desde hace tiempo atrás le prometí a algunos demonios que te conocerían, y aquí estas, siempre me ha gustado tu olor, pequeño porcino sonriente.

J. N. R.

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