Mensaje nocturno

Ella, consternada por la acción salió a la calle a mitad de la noche y corrió de manera desesperada. La cámara enfocaba su rostro pálido; era un semblante consternado, lleno de lágrimas, lleno de escasas facciones que sus vecinos jamás habían presenciado con anterioridad; ella tenía un semblante amable, y, en ocasiones, sin sentimientos cuando llegaba a saludar a alguien de su vecindario. Lucía tocó las puertas, timbres, ventanas; pero nadie salió ante tan angustiosos alaridos. En el fondo, ella sabía que todos estaban en sus casas; pero ante los gritos les dio mucho miedo abrir y empatizar con su locura. No obstante, yacía con muy poca ropa (algún vecino, en plena etapa de adolescencia, había deseado por meses dicha fantasía de ver a su vecina en paños menores). Pero a ella no le importó; su miedo, su angustia, su horror, y su pánico, reinaban en su nula capacidad de razonar en aquel momento, el cual, lamentaría. Aquel acto el cual desató los gritos a nuestra protagonista, y que se le encontró un mensaje en su celular donde dicho texto se leería: ¡Voy en camino, hija! Sería el siguiente:

      Hace algunos meses atrás, Lucía había cruzado el límite, no se restringió a “jugar” como las demás vecinas a la ouija. Ella quería realmente hablar con su padre recién fallecido; en un accidente fatal en la carretera, donde también murieron su hermana política y su madrastra. Pero la muerte que la devastó, fue la de su padre biológico. Lucía siempre veía películas de terror y jamás creyó que un día invocaría demonios de verdad, o abriera portales que harían de todo lugar a donde fuera un certero y brutal infierno. Tal vez, eso era una de las tantas explicaciones por las que nadie salió a ayudar a Lucía en aquella noche donde fluyó gritando como desquiciada hacia la calle en ropa interior. En cientos de madrugadas atrás, se escuchaban extraños dialectos armonizados en voz alta, su única intención de ella era poder hablar y despedirse por última vez de su padre, no importando los medios para conseguirlo.

      Una buena noche lo logró, finalmente sintió que trajo de nuevo a su padre del reino de los difuntos. Su padre comenzó con ligeras señales para poder comunicarse con ella: pequeños mensajes en el espejo húmedo al terminar las duchas mañaneras de Lucía; de igual modo, en ligeras pesadillas donde la figura de su padre lucía un tanto diabólica. Las cosas fueron yendo de menos a más: ya de pronto su padre podía mover las cosas físicas y tirar o destrozar cosas dentro de la casa de Lucía. Asfixió a su pequeña gatita de sólo un año, Espumita se llamaba. Lucía quedó destrozada por semanas, no entendía del proceder de su padre, si el en vida amó con gran cariño a todo animal que pasara por sus manos. Sentía que aquella criatura que ya se le aparecía en las noches con el rostro de su padre, realmente era algo que no debió ser traído a este plano terrenal.

      Con el tiempo, el cuerpo y rostro de su padre, dejaron de parecer humanos; era como si a Lucía, una gárgola con alas enormes de murciélago, le acariciara la cabeza todas las madrugadas a las tres de la mañana de manera puntual. Sus gemidos ya no sonaban a algo en el mundo conocido. Pero lo que ella sí sabía distinguir, era que esa cosa estaba enamorada de ella, no era ningún complejo conocido por la psicología o mito antiguo, lo que realmente era, se explicaba como un intenso incendio en el pecho de ambos; simplemente por el hecho de tenerse de frente. Y por extraño que parezca, ella también sentía cierta extraña atracción por aquella deforme criatura que, seguía oliendo o teniendo cierta esencia que le recordaba a su difunto padre. A ella le encantaba sentir las largas garras con pesuñas puntiagudas rosar su ropa interior en las noches. La bestia se alimentaba de sus pequeños orgasmos, le fascinaba lamer aquella trusa íntima que quedaba toda húmeda por medio de su lengua. Dicho ente, una buena noche no soportó más su excitación, y rasgó la espalda blanca de Lucía. Con la piel desgarrada en su espalda colgando tras de ella, alcanzó a ponerse de nuevo su trusa y salió corriendo a la calle pidiendo auxilio con celular en mano. Como era de esperarse, ningún vecino salió en su ayuda aquella noche. Lucía murió desangrada a mitad de la calle. El cordón con las letras PROHIBIDO EL PASO, se hizo presente. Una oficial le arrebataría con cuidado el celular que sostenía Lucía sobre el pavimento rodeada de un inmenso charco de sangre. En el celular, se leería un mensaje breve y desgarrador: ¡Voy en camino, hija!
J. N. R.

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