Ego literario
Como
un barco que despliega sus velas, el insecto despegaba su vuelo para
incrustarse a otra rama en aquel árbol sin hojas para así ser devorado por un
insecto más grande y con alas. La vida fuera del salón de clases podría ser muy
simple, pero a la vez muy tenue y hermosa en su cotidianidad. Al entrar al
salón, el maestro comenzó con su orquesta de gestos faciales hacia nosotros:
sus estudiantes. Nunca he entendido por qué el acto de ejercer docencia no es
considerado un acto de performance. El profesor tendía a exagerar sus
movimientos corporales, a dramatizar su vida, a sonar pesimamente optimista
sobre la disciplina en el ejercicio de leer y escribir. Se enfocaba la mayor
parte de la clase en contarnos pasajes de su vida que en ensañarnos realmente sobre
el oficio de escritura. ¿Quién lo juzgaría al llevar tanto tiempo en la
Universidad? Ya había llegado a un punto de su oficio donde él solito se
colocaba en un pedestal de trofeos y laureles. Le apasionaba denostar hacia sus
alumnos lo acertadas que eran sus posturas sobre su círculo familiar siendo él
un violento psicológico ante su posicionamiento de voluntad de poder. Le
fascinaba dejar claro a la clase sobre sus teorías de conspiración un tanto
paranoicas. Experimentaba cierta exaltación emocional al simular que todos
entendíamos los temas a tratar, se enfocaba en los comentarios de mis demás
compañeros más obvios o que repetían sus propias palabras para así alzar su
enorme ego. Gozaba de un extraño placer al degustar que lo citáramos ante sus
pupilas encendidas de gozo. El sudor en su frente ante tales gestos de sus
estudiantes hacia su persona se hizo notar bastante. Su ego llegó a tales
límites que comenzó a transformarse del éxtasis. Ante tal impacto, muchos de
mis compañeros quisieron escapar del salón en un cúmulo de alaridos; pero la
puerta estaría descompuesta, ya que, en unos cuantos segundos, el profesor lanzó
un líquido lleno de ácido proveniente de su extraña y alargada lengua hacia la
entrada que hizo imposible tratar de salir del salón. Su piel comenzó a
desprenderse poco a poco, mientras adquiría una estatura más alargada a la que
solía tener. Muchos de mis compañeros de clase comenzaron a desmayarse del
terror ante tal espectáculo de metamorfosis. Unas extrañas patas alargadas, mas
unas enormes alas como de libélula se hicieron presentes en su composición
fisionómica. Mi mente no podía comprender el por qué de lo que sucedía; pero lo
que sí hizo mi mente, fue otorgarme racionalidad en un momento de extremo
pánico. La lógica de mi pensamiento era pensar que si el maestro al recibir
altas dotaciones que engrandecían su ego para llevarlo a convertirse en aquella
criatura mórbida, seguro que si le decía sus verdades su cuerpo volvería a la
normalidad. Y así fue: le grité mientras muchos de mis compañeros yacían
derritiéndose por medio del ácido que expedía el profesor. ¡Eres un escritor
mediocre! ¡Has perdido pasión por la enseñanza y ahora te aferras a algo que no
eres y dejaste que se estancara mucho tiempo! ¡Tiene una relación familiar
demasiado tóxica que va acabar rompiéndose llevándole a la soledad y a la muerte!
¡Crea un ambiente tóxico en clase provocando que compitamos por falsos premios
entre los estudiantes! ¡Según usted somos malos escritores porque no escribimos
como los grandes escritores machistas que les gusta! La criatura expulsó
múltiples alaridos muy agudos como de odio y extremo dolor. Mi profesor no
regresó a la normalidad, una vez que alcanzas cierto nivel de ego en tu vida,
ya no hay vuelta atrás. La criatura se hizo más pequeña y el ácido que usaba
para dispararnos, fue el que lo quemó por dentro y por fuera. Ya solo era una
masa extraña de colores verdes y amarillos arrastrándose por el suelo del salón
de clases. Mi rostro se llenó de calma, los gritos de mis compañeros culminaron
debido a que había muchos conocidos que estaban muertos. Volteé a reflejo de la
ventana que daba hacia el paisaje de árboles llenos de insectos, y contemplé
una extraña figura en mi forma corporal. Al decirle sus verdades a aquella
criatura ególatra, me convertí en una también. Y fue entonces que comenzó el
hambre…
J. N. R.

