El guardián del jardín
La luminiscencia del sol cabalgaba en trayectoria por
debajo de mi puerta, siendo ésta el único signo de luz en la cavernosa
habitación que daba hacia el opulento jardín verdusco. Un pedacito de
naturaleza domesticada en la comodidad de mi hogar.
Aquel zorro blanco como la nieve añoraba salir a realizar
sus necesidades fisiológicas. Al no aguantar más, mis ronquidos envueltos en
las sábanas polvorientas le provocaron una mirada de hartazgo hacia mi persona.
Decidió traspasar la puerta con su perspicaz magia para perderse entre los
arbustos danzantes. Al adentrarse hacia la naturaleza viva, se liberaron
pequeñas esporas que viajaban con el viento hacia la habitación escurriéndose
bajo la puerta en dirección hacia mi propia y muy profunda respiración. Ya para
ese entonces mi boca había derramado un gran río de saliva en la almohada.
—¡Mierda!, ¿qué hora es? —balbuceé desde el limbo de los
sueños aún semidormido—. Yuko, seguro volvió a desesperarse y salió sin mí. Creo
que soy un mal guardián del jardín —hablé entre dientes mientras luchaba por
despertar en un cien por ciento.
Desperté estirándome salvajemente como no queriendo. No
tenía de otra. Me deslicé de manera rutinaria hacia mi pequeño baño con figuras
de hadas de porcelana; colocadas a diestra y siniestra en aquellas cuatro
pequeñas paredes blancas. Me lavé la cara, me dispuse a vestirme con el traje
de guardián del jardín. Éste consistía en unas botas de cuero color naranja, un
chaleco con escamas en forma de piedra color café como la tierra; licras de un
tono azul claro, mi cinturón hecho a base de ramas muy resistentes donde cargaba
distintos artículos mágicos para mi uso personal; portaba de igual modo, una
capa de color verde oscuro; y por supuesto: mi apreciado gorro puntiagudo de color
turquesa.
Abrí la puerta que daba hacia el jardín para empezar un
flamante día y una nueva guardia. Detrás de mí salieron al unísono múltiples
criaturas mágicas seducidas por el hedor húmedo del jardín lleno de vida: serpientes
erizas, ranas voladoras, gallinas con piel de leopardo y, finalmente los peces
colibrí que, al resplandor del sol reflejaban un espiral de luces con hermosos
colores electrizantes de un brillo inexplicable al ojo común. Y ahí estaba yo
en pleno éxtasis de contemplación frente aquel jardín tan vigorizante de
energía. Era como presenciar una obra de teatro con todas las plantas
moviéndose al ritmo del viento. Me coloqué mis gafas de cristal para analizar
el tamaño de los arbustos y demás vida herbívora. Cada planta y arbusto habían
crecido tres metros exactos desde días pasados; las había podado para dejarlas
de un tamaño normal como lo habían sentenciado tiempo atrás aquellos otros grandes
magos del jardín.
Antes de convertirme en guardián, mi vida era muy
distinta a la de aquel entonces, específicamente, hace cinco años.
El único contacto con la naturaleza que tenía era un
cactus de plástico en mi pequeño y confinado cubículo gris. Trabajaba todos los
días de la semana, de ocho de la mañana a diez de la noche, siempre portando
esa odiosa camisa blanca deslavada con corbata que cada día parecía más una
soga lista para acabar con mi tormento. Me encontraba harto de estar sentado
frente a una pantalla todo el día, solo con veinte minutos para comer: comida
procesada y mal calentada por un viejo horno de microondas. Atiborrado de
sonrisas falsas, cuando por dentro quería morirme, el fingir ser sociable
cuando me estaba muriendo lentamente por dentro, me encontraba frente a la
ventana de mi departamento en el séptimo piso mientras le daba un bocado a mi
rebanada de pizza descongelada. Contemplaba la calle llena de basura en la
madrugada, aventé lo que quedaba de mi pizza, subí al borde de la ventana para
estar sentado frente al vacío que acabaría con mi existencia de una buena vez.
Al contar hasta tres, lo haría, uno…, dos...
Una ráfaga de viento proveniente desde el horizonte de
luna llena color sangre chocó como látigo en mi cara, fue el choque de una
maldita hoja de árbol de buen tamaño y de color dorada en mi rostro la que, en
suma, provocó que me cayera de espalda hacia adentro del departamento.
—Hasta para suicidarme apestaba —murmuré con lágrimas
escurriendo por mis mejillas con la hoja de árbol dorada todavía incrustada en
el rostro.
Continué en el piso, me desprendí de dicha hoja que
resplandecía en la oscuridad del suelo, se vislumbraron ciertas letras
manuscritas en un tono azul marino. Expresaban lo siguiente: «Pide un deseo».
Me levanté adolorido mientras mi cadera tronaba como
cañería vieja. Caminé en dirección a la ventana que inicialmente iba a hacer
testigo de mi muerte. Al pedir mi deseo, la hoja se quemó en llamas radiantes desvaneciéndose
en el aire por la ventana. Restos de cenizas se alzaron frente a la luz de aquella
luna distante. Inmediatamente retumbaron tres golpes estruendosos al pie de mi
puerta. Pegué un susto de los mil demonios, me sostuve el pecho con las manos para
cerciorarme de que mi corazón golpeteaba como una máquina de tractor. Me
acerqué muy despacio hacia la puerta y, al abrirla, no miré a nadie; pero
escuché un chillido como el de un cachorro. Agaché la vista y ahí estaba la
escena: un bebé zorro color blanco como la nieve con la mirada más tierna que había
vislumbrado nunca antes. Mientras veía con asombro al pequeño zorrito, éste
bostezaba con dulzura; como si estuviera cansado de tanto viajar y solo
quisiera descansar. A un costado del pequeño animal blanco se encontraba un
libro de buen tamaño y forrado de un material como si se tratara de césped de
verdad, tenía el símbolo de una hoja dorada en el centro. Mientras lo comenzaba
a leer, pasé al pequeño zorro al interior de mi apartamento, miré al exterior de
reojo para darme cuenta de que ningún vecino hubiera notado dicha presencia de
un animal en la entrada de mi hogar. Al cerrar la puerta y sumergirme en la
lectura del libro mágico noté algo raro a mi alrededor, aquel animal peludo
corría flotando en la pequeña sala del departamento; corría subiendo y bajando
por el techo dando pequeños giros, su expresión en sus ojos era de emoción y un
tanto juguetona hacia mi persona, aunque fuera nuestro primer encuentro. Al
pasar a la segunda página del libro, leí lo siguiente:
«Hemos escuchado tu deseo y has sido elegido para ser
el nuevo guardián del jardín. Existen varias generaciones de guardianes en
otras dimensiones del Cosmos, y todos tienen el mismo objetivo, resguardar y
cuidar con sus propias vidas el jardín sagrado. Este no es cualquier jardín en
el planeta tierra, es el jardín del universo, el único y sagrado jardín que
conecta todas las galaxias y dimensiones del Todo, dicho jardín ancestral data
desde el brote de la primera gota de agua en el primer planeta de la galaxia en
el primer universo que dio vida a la vida. Son pocos los rumores que se conocen
de él, por ejemplo, en tu planeta lo terminaron llamando el jardín del Edén, y
así en cada mundo y galaxia tiene sus diferentes mitologías respecto a la
existencia de algo que va más allá de la comprensión del orden: El jardín
sagrado de Hidrux. Como nuevo vigilante sagrado, se te ha asignado un compañero
mágico, éste, se te ha sido elegido debido a tu personalidad, el acompañante de
cada guardián debe ser opuesto a él, así se complementarán en sus carencias
como compañeros durante inicio y fin de guardia de ambos. En este místico Edén,
cada alma que alguna vez tuvo vida, y en el caso de tu planeta, a cada persona
cuando muere, brota su alma en el jardín sagrado como una flor; una vez que se
marchita y muere la flor, su semilla vuelve a caer en otro cuerpo para cultivar
su semilla, así al morir le dará vida al jardín sagrado del Cosmos en un
círculo interminable. Nunca morirán sus almas y estarán llenas de vida, por dicho
motivo, es importante tener un guardián en cada entrada al gran jardín místico.
Debes de llevar sus cuidados como si cuidaras de vidas humanas, cada planta,
cada arbusto, cada rama, aunque no lo parezca, cumple una función. El jardín
crecerá siempre
tres metros cada día en tu planeta, una vez que te acostumbres, solo deberás
cubrir tu zona vaporizando con agua, mas pequeños trabajos que irás viendo a lo
largo de este libro a modo de pasos a seguir. Nadie excepto tú y Yuko (entre
otras criaturas mágicas, animales creados para cada entrada que el jardín tiene),
pueden cruzar los arbustos que den a la entrada principal de tu planeta».
—¿Te llamas Yuko? —cuestioné al pequeño zorro blanco que
mordisqueaba un cojín del sofá mientras volteaba a verme y movía su pequeña
colita rápidamente de un lado a otro.
Era extraña la lectura que iba llevando en aquel libro
mágico, ya que cada palabra que terminaba de leer, se iba desvaneciendo al
instante hasta desaparecer completamente. Eso provocaba que, al momento de
leer, prestara mucha atención a cada paso o instrucción a seguir para la nueva encomienda
para convertirme en guardián del jardín.
Al recordar todo lo que había ocurrido y cómo aquel
suceso me salvó la vida, puedo volver a contemplar el jardín danzante frente a
mí en tiempo presente.
Me dispuse a dar manos a la obra, como cada día, al
recordar cada palabra del libro sagrado, debía silbar una canción, cualquiera
que fuera de mi agrado para podar así los arbustos que habían crecido tres
metros desde el día anterior. Dicha tonada a modo de silbido, fungía a modo de
anestesia para las plantas para que no sufrieran al momento de podarlas. Las
que sí estaban prohibido podar, eran las flores dentro del jardín sagrado.
Estos arbustos fuera de la entrada, solo crecían cada día en señal de
protección.
Al terminar, me di cuenta de que Yuko no había regresado
de su ronda por la entrada del jardín sagrado. Se encontraba pasando los
arbustos que aún contenían la esencia de mi compañero guardián. Estaba
anocheciendo, y con ello, cada planta brillaba de un tono fosforescente al compás
de la oscuridad. Me dirigí hacia la puerta del jardín sagrado para buscarlo.
Para mi sorpresa, la gran puerta de roble estaba abierta, pero no vi a Yuko por
ninguna parte. La puerta solo debía ser abierta y cruzada en juntas especiales
de guardianes, una vez cada año donde se reunían todos los guardianes del
jardín a discutir todos los problemas que habían tenido cada uno en su propio planeta.
La mayoría de aquellos problemas eran respecto a los cuidados que cada guardián
debía tener con cada entrada que daba hacia el jardín sagrado. Las entradas
tienen sus jardines particulares como el mío, y, como sistema de defensa y
protección, crecía desmesuradamente cada hierva y planta. Se tenía que tener un
control soberbio, si no, el jardín sagrado rebasaría y crecería en dirección
donde haya encontrado más adaptabilidad y facilidad de crecimiento. En cada
reunión de guardianes, por ende, solíamos compartir diversas técnicas, múltiples
conocimientos que hayan sido de la ayuda para el control de cada entrada de
jardín particular. No había líderes supremos, ni rey o reina, la misma
naturaleza nos iba indicando sin palabras sus cuidados y sistemas de orden. No
había autoridades; cada guardián de jardín tiene su propia defensa, pero
siempre estábamos con los oídos atentos para escuchar y aprender de los demás,
por alguna extraña razón, al entrar al jardín sagrado, era como si todos
habláramos el mismo idioma. Era como si cada defensor hablara el lenguaje
propio de cada sistema de la galaxia cuando se entablaba la palabra oral. Del
mismo modo, con los libros sagrados, cada guardián tenía el suyo decorado de la
misma forma.
—¡Yuko! Ven peludo (así le decía de cariño, aunque él ya no
era un zorro joven, ya no era un cachorrito esponjoso). —Últimamente me veía
extraño Yuko, cuando le llamaba peludo—. ¿Dónde estará? —exclamó
mientras expulsaba aire de resignación.
Al cruzar la entrada sagrada y estar parado pensativo en
el jardín sagrado, de pronto, se tornó cada vez más y más fuerte el sonido de
gruñidos entorno a mí.
Seguramente es Yuko, al aparecer los ruidos se escuchaban del lado izquierdo
del jardín del Cosmos. Al encontrar la fuente de aquellos sonidos furiosos, en
efecto, era Yuko, que se encontraba arrinconando a su caza, pero los arbustos y
demás plantas no me dejaban ver bien qué había arrinconado, me acerqué un poco
más. Mi cara se tornó pálida al ver que Yuko había confinado a una pequeña niña
que había osado entrar al jardín del Cosmos.
—¿Eres la hija de alguno de mis vecinos? —expresé
horrorizado con mis manos en el rostro y con mis ojos y boca exageradamente abiertos.
—¿Quién eres tú y por qué rayos entraste hasta este lugar
sagrado? —pregunté mientras acariciaba a Yuko detrás de sus orejas para tranquilizarlo.
—Me llamo Marcela, mi madre me mandó a cobrarte la renta
de este mes, las puertas se encontraban mal cerradas, vi a tu mascota, y decidí
seguirla sin que se percatara de mi presencia —comentó la pequeña niña sin
ningún rastro de emoción alguna y con un rostro serio en su totalidad.
Yo le calculaba unos ocho años de edad a aquella extraña
niña.
Al calmarnos todos, le pedí a Marcela amablemente que si
podíamos retirarnos de aquí en dirección hacia mi departamento. Ella asintió
moviendo su cabeza, expresando muy calmadamente: «sí, es tiempo ya».
De algún modo aparentaba tener cierta sabiduría, sin
alguna emoción en el rostro, tenía un rostro muy serio; realmente serio. Sus
palabras eran un tanto frías y sin ánimos. Caminando rumbo a la salida, miraba
mucho de reojo a Marcela, ella no volteaba a contemplar el jardín como yo lo hacía
la primera vez, ella no veía ninguna flor, no se maravillaba por ningún aspecto
mágico que florecía dentro de su naturaleza, ella solo veía sus botas negras al
caminar en el césped hacia mi departamento. Supongo que ella era así, no tenía por
qué juzgarla; pero, en el fondo me hubiera gustado tener su misma serenidad.
Una vez en el departamento, y tras preparar leche con
chocolate, le comenté y pregunté a Marcela mientras Yuko no paraba de
olfatearla.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Es que me resulta un poco
extraño que no preguntaras nada sobre aquel lugar donde se tiene prohibido la
entrada a cualquier otra persona que no sean yo y Yuko —interrumpí a Marcela
mientras bebía su leche con chocolate y se le marcaban pequeños bigotes de
chocolate debajo de su nariz.
—¿No te causa intriga conocer sobre el sagrado jardín del
Cosmos? —insistí.
—No sé, a veces, los hechos me son nulos a mi asombro, y
encuentro más placer en la palabra escrita. —contestó Marcela mientras
acariciaba la cabeza de Yuko.
—Interesante… —expresé dando un suspiro largo, un tanto
en señal de admiración por su respuesta.
—¡Además! ¡Qué te importa si no soy expresiva! —declaró
Marcela más seria y en un tono golpeado—. Yo ni si quiera soy real, ni Yuko, ni
el sagrado jardín del Cosmos, ni toda esa fantasía de ser un guardián del
jardín. Estás en una ilusión pos-mortem creada por lo que queda de tu
cerebro. Justo en este preciso momento, yaces en una cama con todos los huesos
rotos y en estado de coma, así es, como un vegetal.
»Aquel día en que estabas frente al vacío en la ventana.
Sí lograste aventarte, cayendo muchos metros hasta dar de cara con el pavimento
—Marcela se levantó de su asiento declarando: Es tiempo de irme, mi trabajo está
hecho, ah, y una cosa más, me llevaré a Yuko, me resulta muy genial si
invención para que desaparezca así no más, así que lo llevaré conmigo. En
cuanto a ti, es tiempo de despertar —concluyó Marcela mientras me guiñó un ojo
y tronaba los dedos para desvanecerse junto con Yuko.
Había
despertado del coma en el que me
encontraba, me costaba un poco de trabajo enfocar mi visión; una vez
aclarándose un poco, de mi lado derecho yacía un pequeño mueble blanco, en él,
se encontraba un cactus de plástico con una nota que decía: Deseamos que
algún día despiertes. Atentamente: Tu familia y compañeros de trabajo.
Nunca dejes de hablarle a las plantas,
cuídalas, y trata con extremo respeto a toda la naturaleza, aunque no
contestemos, las plantas siempre escuchamos, nunca se está solo cuando se le
habla a la naturaleza, quizá un día de tanto hablarnos, ¿por qué no?, puedas
ser el nuevo guardián del jardín.
El cactus de plástico se tornó real ante mis ojos con un
brillo dorado, brotaron pequeñas gotas de agua de él. Asombrado, traté de guardar la calma mientras que en ese
preciso momento, llegaron al unísono enfermeras y demás doctoras a mi
habitación. Al reunirse una cantidad considerable de personas enteramente
vestidas de blanco, se limitaron a decir: «Es un milagro».
—¡No! ¡Fue magia! —inquirí.
Levanté la vista hacia la gran ventana con una sonrisa de
satisfacción, y alcancé a ver a modo de galope entre las nubes, a un bello zorro
blanco repleto de júbilo.


