Dragona

Solo fue un tierno instinto el que me bastó para domar a aquel enorme dragón que se posaba ingenuo sobre mi jardín. Un salto, una decisión de voluntad; bien articulada y llevada a la acción. ¿Qué hacía yo en la espalda de un dragón? No tenía sentido, a cualquiera que se le mostrara una criatura de tales dimensiones en su jardín: correría despavorida o caería en el desmallo por la impresión. Mi vida se movía entre el aburrimiento y la monotonía gracias a cierta soledad aparente. Así que no dudé en domarlo; como en aquellas novelas épicas que tanto me gustaban sobre sorprendentes criaturas mágicas, espadas brillantes, y, sobre todo, esos enormes reptiles con alas.
Soy una mujer divorciada, con dos hijos, los cuales no me dirigen la palabra ni quieren saber de mi existencia; gracias a las historias de su padre. Desde una infancia un tanto avanzada, el hombre decidió correrme de nuestro hogar. Recuerdo aquel momento como si fuera ayer mismo: me encontraba gritando y tocando fuerte en la puerta principal de la casa para que mis dos pequeños hijos tomaran la decisión de abrirme y llevármelos conmigo. Pero no fue así, solo se limitaron a subir el volumen de la música, a cerrar las ventanas y a correr las cortinas de la sala que daban hacia la calle. Llovía y no sabía qué hacer ante aquella soledad que se incrustó como daga en mi pecho.
Y aquí me encuentro, montada sobre las escamas rojizas de una criatura mítica que decidió descansar unos cuantos segundos en mis aposentos. Sus colosales alas se extendían bajo la luna llena que lucía de un color rojo oscuro como el vino. Era como si estuviéramos vinculados la criatura y yo. Era un dragón hembra, entonces sí, con todas sus letras: era una DRAGONA. Sus ojos relucían lumbre junto con los míos en pleno vuelo en dirección hacia la casa de mi ex marido e hijos. Alguien la pagaría muy caro por haberme corrido de mi propia casa y quitarme el título de mamá. El cuarto de mi exesposo yacía en el último piso, a un costado de la azotea.  Fue fácil para la dragona y para mí posarnos encima del complejo. Mi exmarido yacía en lágrimas y muerto de miedo, aun así, decidí perdonarlo; me provocó mucha lástima verlo orinarse en sus calzoncillos para dormir. Mis hijos yacían dormidos, ya que no había pasado mucho tiempo, aún seguían siendo unos niños. Así que decidí juntarlos en el cuarto de mi hijo mayor, e incrédulos, comencé a contarles historias de dragones para que pudieran dormir de nuevo de manera placentera. Tras cerrar el libro de cuentos, vi volar por última vez a aquella dragona bajo la luna llena roja. Mis lágrimas eran de agradecimiento ante la devolución de mi pequeña familia. Las cosas iban a cambiar a partir de aquella noche.
J. N. R.


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