Tino el vampiro

En un lugar muy lejano, de cuyo nombre no quiero acordarme: Tino el vampiro deambulaba, observaba, saboreaba, se relamía sus pequeños colmillos de adolescente. Y también moría de sueño al pensar demasiado toda la noche sobre no saber de qué se disfrazaría para el día de Halloween. Cuando sus demás compañeras y compañeros del salón de clases lo notaban: él disimulaba de manera torpe, pero sabía que el ser un vampiro de catorce años cursando la secundaria en un mundo de humanos, animales, y demás monstruos monótonos, era normal. Su sopa de sangre a la hora del almuerzo era lo único que lo calmaba.

Y entonces fue el día en que ella llegó: Aldonza Lorenzo, una pequeña dama de orden arácnido. Llegó de intercambio por el niño topo. «Lo extrañaré, era un buen sujeto», dijo Tino para sus adentros. Pero Aldonza lucía fenomenal, había algo en ella que le despertaba ciertas hormonas que lo habían excitado con anterioridad, era algo parecido a cuando deseaba morder el cuello de la maestra conejo Maritornes. Sólo que ahora no sentía ese impulso de saciar su sed de sangre, si no que era algo más.

Le cautivaba la manera en que Aldonza tomaba las clases junto con todos; desde el techo, y casualmente, su pupitre yacía encima del de Tino. Él sólo tenía que voltear al techo desde su lugar, para poder ver sin que ella se diera cuenta a su pequeño escote que llevaba puesto. Ella se sonrojaba cuando lo cachaba mirándola, pero no se molestaba, ya que ella también sentía cierta atracción por aquel vampiro de aspecto desvelado y pálido.

Tino era en ocasiones muy torpe, chocaba con todo o siempre estaba tropezándose con su propia capa. En su defensa, era muy inteligente para los números, tenía una mente muy racional y basada en elementos del juego y la lógica. Pero Aldonza no se quedaba atrás, ella destacaba en clases de arte, pintura, música y literatura. Sus múltiples extremidades le proporcionaban una ventaja brutal ante sus demás compañeros promedio.

Un día, mientras Tino exponía para sus compañeros, una canción con un silbato desafinado, mientras recitaba de memoria los números decimales de Pi, Aldonza Lorenzo sacó su teclado y le compuso al momento una muy agradable melodía que hizo que todos en el salón movieran la cabeza y los pies. —Quién lo diría, los números y la música los terminarían uniendo para el resto de sus vidas.

Hoy en día siguen felizmente casados y con cuatros hijos, recorren todo el mundo en una casa rodante llevando sus canciones a cada escuela de humanos, animales, y monstruos posibles. Y colorín colorado, éste cuento se ha…

—Ay, ¡qué aburridísima historia, mamá! Además, ¿no crees que ya estoy grandecito para que me relates cuentos tan cursis? No hay nada de acción, ni tramas que atrapen al que lea o escuche tu cuento.

—¿Qué le añadirías tú?

—Mmmm: Un día, en una reunión de padres en el salón de clases, apareció de la nada, el antiguo compañero de Tino, el niño topo. De pronto, sacó un hacha y se la clavó a todos los padres de familia en sus espaldas.

—Creo que debemos regresar a tus sesiones con la terapeuta Mary Frankenstein, cariño. No está bien que pienses ese tipo de desenlaces.

—¿Por qué no, mamá? Si en mis libros de un tal Zarigüeya King, todos sus personajes están desquiciados cuando pasan mucho tiempo en una madriguera.

—Sí, Tino. Pero él, les da coherencia a sus escenas, no pasan de la vida a la muerte nada más así porque sí.

—Es cierto, él es genial…

Y entonces entró a escena de manera ilógica el padre de Tino y cortó en pedacitos a la madre de Tino que contaba un cuento, y de igual modo al propio Tino dejándolo perplejo ante su propia muerte y con la sensación de no haber terminado de modificar el cuento de su madre. Fin.

Ratonio Fernández de Avellaneda, yacía con la cabeza ladeada, con los ojos sumamente cerrados, saboreaba su propia saliva, se relamía sus pequeños dientes. Se encontraba dormido mientras tenía un sueño lúcido. El profesor Leoncio Martín Serrano le lanzó un libro a la cabeza. Tino, como le decían en la escuela, despertaría. Se acercaba el día de Halloween, y él, por fin, ya sabía de qué se disfrazaría: de un tal Tino el vampiro.

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