Bialaekuenvekuenialadoppo
Mi
padre es un coleccionista puntual de antiguos armatostes. Me encanta entrar a
su habitación cuando él no se encuentra y, contemplar así, la fastuosa cantidad
de objetos raros que llega a conseguir en mercados de chácharas. En una de esas
riesgosas misiones, al entrar en dicha habitación de reliquias sin avisarle,
fue entonces que los pude apreciar: dos tambores africanos muy extraños; de una
elegancia primitiva que salpicaban a mis sentidos. Estaban forrados con una
extraña piel de animal, de la cual no tenía noción. Al tocarlos y tratar de
darle ritmo a ambos, rugió un trueno desde el cielo gris que comenzaba a
germinar. No le di importancia, me sentía Tito Puente, con una especie de
arrítmica interpretación telúrica sobre toda la casa.
Los días pasaron desde el descubrimiento
fugaz de aquellas percusiones que solía tocar cuando mi padre estaba ausente.
Sólo vivíamos nosotros dos en casa, mi madre había fallecido hace seis años y tenía
una hermana que se había mudado fuera de la ciudad.
Una buena noche de desvelo masivo, de
pensamientos asfixiantes, y exceso de labores académicas, bajé a mojarme la
cara al baño, aproveché también para hacerme un buen café cargado para aguantar
aquella velada estresante. Fue entonces que escuché aquel sonido selvático,
como si se tratara de una tribu africana que hubiera entrado al cuarto de las
reliquias y estuvieran tocando de manera privada sólo para mis oídos: ¡Tum,
tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum! Era una armonía que resonaba en todo mi cuerpo,
haciéndome querer odiarlo por el nivel de intensidad que resultaba a mis
sentidos. Caí desmayado al piso del baño.
Al despertar de tan confusa pesadilla, me
di cuenta que estaba en mi habitación. Mi tarea yacía terminada, en orden
alfabética e impresa. El resumen del libro Corazón de perro, de
Mijaíl Bulgákov, estaba terminado y bien elaborado. Espero nunca terminar así,
como en la lectura, sé que no es real, pero… ¡qué horror! ¿Ser un animal, yo?
¡Qué absurdo!
Para mí, los animales son como una música
callada, con cierta soledad sonora. Pero, ¿qué pasaría si un animal realmente
hablara? Aunque sea uno, que hablara por todos los animales y alzara su voz
junto con sus pensamientos, ¿qué diría?, ¿se ofendería?, ¿le arrebataría al
hombre la palabra, debatiendo su derecho de vivir con dignidad y a no ser
oprimido? Nunca sabremos la voz de los animales; entendiéndola desde nuestro
lenguaje, sin duda, si tuvieran su propia voz, el ser humano no ha logrado
descifrarla enteramente.
¡Qué extraño, no recuerdo haber terminado
mi tarea! Aun así, supuse que había tenido una laguna mental, un estrés que
había hecho de las suyas. Lo bueno es que era viernes, y tenía el fin de semana
libre. Podría salir con la chica del salón que tanto me gustaba: Sandra. Le
hablé por teléfono, contestó enseguida, supongo que ya esperaba mi llamada para
confirmarle la cita al zoológico. Al hablarle por la bocina, ella no me
entendía:
—¿Eres tú? No se te entiende ni madres,
chistosito —dijo Sandra colgando violentamente.
Tuve que enviarle un mensaje de texto ya
que la señal del internet se ausentaba de manera constante en mi casa. Supuse
que, a pesar de no confirmar de manera verbal, acudiría a la cita pactada, ya
que días antes en la universidad, le sugerí el llevarla a conocer a los
animales, le comenté que sería una cita que nunca olvidaría en mucho tiempo.
Cabía resaltar que ella amaba a los animales más que a las personas en sí.
Al llegar al zoológico volví a marcarle,
esta vez Sandra sí entendería un poco más mis palabras. Me dijo que era un
bruto por hacerle ese tipo de bromas por teléfono, ya iba en camino. Sentí un
gran alivio; a la vez, intriga, ya que no entiendo por qué Sandra no pudo
entender mis palabras al hablarle hace rato «¿sería su compañía telefónica?»,
«o seguro era su teléfono, que ya era muy viejo», pensé. Bueno, ni hablar, ella
llegaría tarde de seguro a nuestra cita debido a ese percance, así que, le daré
una vuelta al lugar para que cuando llegue, yo le parezca un conocedor de los
animales y se sienta orgullosa de mi intelecto. Al iniciar los primeros pasos
de mi recorrido personal, sonó mi celular, era mi padre, sonaba furioso. En
conclusión, me prohibía volver a entrar a su estudio: “que cómo me atrevía
haber hecho algo tan salvaje”. Llegando a casa me iba a ir en friega,
pensé.
Colgó abruptamente, hoy pareciera que las
personas disfrutaban de colgarme el teléfono. Me sentí horrible, aun así,
continué mi recorrido con actitud un tanto cabizbaja. Una jirafa al parecer, la
más grande de su manada, se acercó a mí; podía escuchar un extraño lenguaje que
provenía de sus pensamientos: Lakkiargoppo dekue akkiaqulluiala. ¡Qué
mierda! Me exalté y salí corriendo velozmente, dirigiéndome a otra área del
zoológico, despavorido y con lágrimas en los ojos del miedo. Un asistente del
lugar me evaluó un tanto pálido, me ofreció una bebida azucarada con gas. Me la
tomé de un sólo sorbo. Aún no lo asimilaba. ¡Pude leer la mente de esa
jirafa y no sonaba nada amigable! Ahora me encontraba frente a unos
hipopótamos, su agua era de un tono verde como el del musgo. Por alguna razón,
los sonidos de tambores africanos que escuché en casa, volvían a hacerse
presentes: ¡Tum, tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum! Mi cabeza daba vueltas. Los dos
hipopótamos emergieron sus cabezas a la superficie, se me quedaron viendo con
una mirada demasiado hostil. Mis miramientos no podían creerlo, también podía
escucharlos: Copporrekue, sakkialvakkiatekue… Mis piernas ya
no reaccionaban, un brochazo de recuerdo inundó mi mente, haciéndome recordar
que aquella noche al no soportar el sonido de los timbales africanos, acuchillé
la parte superior de los tambores, donde se encontraba la piel de aquellos
extraños animales. Al romperlos, una fumarola anormal de humo verdoso mezclado
con amarillo mostaza, había entrado por mi boca y fosas nasales hacia mis
pulmones y cerebro, haciéndome tener una visión de mí mismo, reduciéndome de
manera progresiva; sentía cómo se marchitaba mi humanidad de manera cruenta.
Al cobrar la razón, mi vista se tornó
tricromática, resaltaba en todo lo que veía; los colores verdes, azul y rojo.
Mi cuerpo se sentía diferente, me percaté de que las palmas de mis manos habían
cambiado. Mis extremidades estaban llenas de vello. Seguro me había desmallado
y estaba alucinando, sí, es lo más seguro… ¡Tum, tum!, ¡Tum, tum!, ¡tum, tum! ¡No,
no, no otra vez ese ruido infernal, no…!
Me acerqué a la gente para pedirles ayuda;
pero, todos, por alguna extraña razón, sólo reían, me tomaban fotos y me
grababan en vídeo. Una niña me aventó una banana en la cara, haciéndome saber
que esto no era un sueño.
Los empleados del lugar me habían
acorralado por la conmoción que hizo la gente al rodearme. Me ataron del cuello
mientras gritaba, nadie me entendía. Me llevaron al área de los chimpancés.
Pensaban que me había escapado. Una gran jaula se cerró en mi cara. Fue el
sonido más frío que había escuchado en mi vida al contemplar dicho portazo. Al
ver mi reflejo en un charco de agua en el suelo, mi miedo se había hecho
realidad. Me encontraba asido y arruinado.
El líder en turno de aquella maldita
especie peluda, se me acercó en un caminar algo altanero, diciendo: ¡Bialaekuenvekuenialadoppo,
akkiahopporakkia sekuer ullunoppo dekue nopposoppotroppos! Al resignarme,
las lágrimas afloraron de mi rostro de chimpancé lleno de arrugas. Volteé hacia
las demás personas que se encontraban del otro lado del vidrio. Me estaban
tomando fotografías, me gritaban que hiciera algo gracioso para su entretenimiento.
Fue entonces cuando miré a Sandra buscándome entre la multitud. Ella lucía
furiosa. Yo le grité: ¡Aquí, aquí estoy, aquí estoy! Sandra volteó a mirarme
con extrañeza, soltó una sonrisa de ternura al mirarme y se marchó, perdiéndose
así entre la gente. Yo sólo me acerqué al cristal, pensaba en su hermosura y en
cómo sus mejillas enjaulaban mis eternos suspiros. Apoyé mi mano derecha en el
vidrio y grité: ¡Tekue akkiamoppo, tekue akkiamoppo!
El zoológico parecía cobrar vida propia,
ya que se escuchaba su latir, mas su respirar de una forma escalofriante, como
si hubiera ganado más fuerza al tener un nuevo inquilino en sus instalaciones,
parecía reírse maquiavélicamente de mí. El zoológico desató un brote descomunal
de repetidas carcajadas, un tanto macabras y descontroladas, como provenientes
del mismísimo infierno. El cielo comenzó a tornarse grisáceo y frío, aquellas
carcajadas tan tenebrosas fueron acompañadas de aquel ritmo infernal: ¡Tum,
tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum!, ¡tum, tum!
A:
akkia.
E:
ekue.
I:
iala.
O:
oppo.
U:
ullu.
J. N. R.


