Dulce despertar
Yo no soy un hombre, soy un campo de batalla.
Friedrich Nietzsche
Así habló Zaratustra
Las
manecillas del reloj escarmientan mis latidos, mis manos se encuentran desahuciadas;
llenas de grietas donde se ha acumulado la existencia: palmas arrugadas con manchas
de una vida que se ha encargado de sombrear con su fino pincel de tiempo. Yace
en la pintura de mi autorretrato una eterna figura agotada de vivir. Retumban
los golpes en la puerta, invadiendo el silencio de la habitación que se descubría
en pausa. La encargada de salvaguardar mis últimos suspiros se manifiesta divulgando
con sus delicados brazos, la venida medicinal para perpetuar mi agonía;
haciendo que el dolor del cáncer provocado por mis pulmones, tomara un receso bien
merecido. Las pastillas se han tornado en mi limbo personal, apaciguan los
golpes enfurruñados de la insoportable enfermedad. Al cerrar la puerta de
la habitación; impregnada de mi propia esencia, la enfermera comienza su ritual
de beneplácito. Desabotona su uniforme, declara su desnudez que empalma sobre mi
cuerpo anticuado. La escena se torna en cámara lenta cada vez que ella cubre mi
miembro con sus agraciadas piernas vestidas de sudor. Engancho sus elegantes
senos que chocan con mis garras sobresalientes, dotadas de profundos instintos
de bestia arcaica. Sus pechos rodeados por mis meñiques apretados por mis
pulgares, pronostican una lluvia de secreción que cae mansamente en la
complexión robusta de mi ser. La colisión del camastro contra la pared,
hacen tambalear las torres de libros incrustadas en cada pared del recinto. Al agitarse
los compendios escritos, un delicado hilo radiante de luminiscencia salta de
los colmillos de aquella dulce dama. Éstos aterrizan en la tenue corteza de la
garganta que cohabita en el cuerpo que la vida me ha obsequiado. La pesadumbre
de sus guillotinas dentales, confeccionó mi anunciado desmayo inminente. Despierto
arrollado de dudas en la misma habitación. Éstas me irrumpen, colocan mi vista
en dirección a mis extremidades. Lucen más jóvenes; más frescas, alejando así,
la ancianidad que me aproximaba hacia un pronto fallecimiento. La mocetona moza
calzada de enfermera ha desaparecido. Repico con sagacidad a mi autorretrato; luce
en un estado de adolescencia sutil y agraciada. De rebato, al dar repetidos
pasos formando un círculo en la ya densa habitación. Mis sentidos sonoros se
agudizan afinando en mis oídos el sonido del llanto espeso de un bebé fuera del
cuarto. Sin embargo, mis pensamientos de incertidumbre son abruptamente
interrumpidos por una violenta ventisca, provocada por la ráfaga de la puerta
al ser enérgicamente abierta por la palidez que ahora tornaba en el rostro de
aquella mujer de uniforme. El exquisito placer que antes me provocaba su
cálida presencia, ahora se tornaba en una terrorífica frialdad tan formidable
que me hacía sacudir todo mi cuerpo, quería huir de aquella criatura hambrienta
de tiempo. El cuerpo que ahora yo personificaba; era el de un mozalbete de
dieciocho años. Aquella entidad femenina relucía reiteradamente su dentadura
afilada. La fuerza con la que contaba ahora era más escasa, volvió a cumplir su
cometido de fundir sus navajas molares en mi cuello. Al desvanecerme, mi cuerpo
se hallaba tendido en el piso de madera, de mi pescuezo chorreaba lo poco que
quedaba de sangre, la que constituía un pequeño charco en la habitación. El
dormitorio comenzó a girar gradualmente hasta conseguir una velocidad que me sacudió
y despertó de aquella pesadilla. ¡Qué impotencia! No podría defenderme o
escapar si volvía a suceder, vuelvo la mirada al boceto en tinta de la imagen
donde se escudriñaba mi narcisismo. Dicha imagen ahora era la de un niño de
siete años. El lloriqueo del chiquillo urdía acto de presencia revoloteando
fuera y dentro de la pieza. Provocándome flexionar mis párvulos remos. Encerré
a mis orejas con mis manos, aspirando a fenecer a la agonía que me causaba aquel
llanto intenso. Esta vez, si volviera a hacer acto de presencia esa
maldita bestia, me defendería fastuosamente; aunque, ahora era más pequeño y
débil, no me importaba ya nada. Hice una exploración ocular buscando qué me
serviría para matarla. Solo los libros podrían ayudarme esta vez. Esperé debajo
de la cama con el ejemplar más amplio y de pasta dura que encontré. El reloj
retrocedía sus manecillas pregonando la figura ahora más asquerosa de aquella mujer
que antes me provocaba frondosas erecciones. Su porte era el de un gorila
hembra con rabia fastidiada por mis cuidados. Al no verme se distrajo, buscó
alrededor de mi aposento. Aproveché, le mordí sus peludas patas haciéndola caer
y provocando un potente estruendo. Alcé el libro de un tal Quijote; como
si desenvainara una espada sedienta de venganza e injusticia. Dispuesto con la
parte gruesa del manuscrito en trayectoria hacia su repulsivo cráneo, el olor
de los sesos al chocar con mi libro se impregnó en todo el cuarto. No paré de
azotar aquel compendio de cuantiosas hojas con lo que quedaba de su cabeza.
Detuve dicho acto al ver tan brutal salpicadero de líquido rojo al inspeccionar
el cuerpo de aquella virulenta criatura. En ella, yacían unos fósforos: «¡Sí,
arderás, maldita perra!». Mis delicadas manos de infante manchadas de sangre
encendieron toda la habitación junto con mi autorretrato y demás libros. Al
dirigirme hacia la puerta y contemplar mi dulce acto de venganza, ésta se cerró
reciamente, dejándome atrapado. «¡No podía creerlo, moriría junto con aquel
maldito animal!». Mi cuerpo de crío comenzaba a arder ante el dolor que
provocaba las llamas en mi existencia corporal. Retornaba aquella rabieta de
lágrimas a un costado de la habitación. Mi recámara se encontraba en
cenizas. Abro los ojos en un dulce despertar, dicha mirada se torna borrosa, no
recuerdo quién soy, no puedo hablar, sólo me abraza la tristeza y el llanto. Una
tierna mujer vestida de blanco asoma su cuerpo y cabeza en dirección a mi cuna.
Cesa mi llanto, deposita una pequeña mamila en mi boca. Los ojos de la
enfermera se tornan como si fueran dos llamas de fuego llenas de lujuria al ver
a ese ser tan indefenso en aquel pequeño catre.
J. N. R.


