Amor textual
Tus
elegantes glúteos son resguardados por la llanura extensa que provoca la silla
metálica y plana donde has decidido sentarte a escribir. Mi mirada te resulta
invisible, la presencia que embarga mi ser no cobra cuota ante tus retinas
fijas delante de las hojas que yacen enteramente estacionadas. El hilo de
nuestro encuentro permanece inerte, gracias al poco interés de no percatarte
que observo fijamente tus robustas manos tan profesionales y llenas de venas
gruesas que tanto me erizan. Noto que al tratar de aglutinar tus ideas y
traspasarlas a los papeles, te condenas hacia un frenesí de lo que puede resultar
hallarse frente a cuartillas algo inquietas, y a las cuales, haces bailar ante
aquella elegante pluma y permitirle instalar corteses pasos de
tinta. Tratas de relajarte, no revelas tu estremecimiento, pero tu mirada
exaltante se nubla discretamente de nerviosismo. Ordenas un café americano bien
cargado. La fluida escritura ahora es parte de tu agitada respiración, la
cafeína te complementa al compás de cada esmerado sorbo, donde tu acalorada bebida
afina cada nota textual trazada. Finalmente has encontrado la motivación
textual, parece que saliese humo de aquella pluma negra que ahora danza sobre
el papiro. «Qué erótica imagen, la de ver cómo te visitan las musas que tanto
tranquilizan tu alma», recapacito en mis pensamientos por entero erizados. Los
dos sonreímos, tú, frente a tu escrito, y yo, ante lo desconocidas que me
resultan tus letras. Al acabar tu brebaje que, te ha dotado de magia creativa, tu
libreta reposa en una cumplida lucidez textual. Antes de marcharte,
desenfundas tus anotaciones en dirección hacia mi rostro. Me miras
retadoramente, me dejas estática al saber que vuelvo a existir ante tus
pupilas. Sellas el mutuo encuentro con nuestras firmas; la mía, temblorosa, la
tuya; rígida, bien arrastrada. Mas tu guiño ocular en un beso invisible hacia
mí, que recorre un camino en dirección a mis labios que enjaulan a algunos de tus
famosos suspiros reservados. «No me la creo». La soberbia me abraza, me creo la
mujer más importante del mundo, no duraría mucho la emoción. Tu inspiración
textual resulta ser nuestra última sesión escrita. Un policía y personal de
seguridad se dirigen ante mí, me retiran de la espaciosa habitación. «Creí que
era amor verdadero». Tus últimas y muy duras palabras son para desearme suerte
frente a mi locura que, ante tu inminente y pulcro decreto, ya no tiene cura.
Mis pensamientos llegan a una conclusión: «Qué estúpido, eras mi psiquiatra
favorito».
J. N. R.


