Palabras vírgenes
Me rebasan las palabras en el encierro de mi mesura. Quisiera escribirte palabras sensatas, pulcras, y sólo salen las más verdosas. Si tan sólo pudiera tocar tu boca con palabras que no sean mías, nos besaríamos en versos, en comas, y en cada punto te esperaría.
Qué sentido tiene embellecer el lenguaje, si sólo
anhelo amarte en palabras íntimas. Te suspiro salvajemente, en palabras sueltas
y lastimeras.
Las palabras son mis rezos, son rezos que
trastabillan en el pestañeo de tus oídos. Mis huellas quedarán
eclesiásticamente fijas en el valle de los susurros.
Eres ave, eres María. Rezo por un beso de tu boca
mía. Tu silencio es mi afinación.
Que Dios no nos vea posados en la montaña de la
locura. ¡Dios mío déjame acariciar el busto de María! Sentir sus palmas y su
seda en mi caricia.
Soy hijo del pecado, y en mis pecados presiento que
me salvaría. Ya no me siento mesura, sino bestia devuelta a su natura.
Las palabras seguirán su curso en los cánticos de mi
memoria aturdida.
Fúnebres y rotas voy arrastrando frente a mi pecho
acelerado a mis enfiladas palmas juntas.
¡Sin pecado concebido! Gloria sea la soledad que me
hizo quererte y extraviarme en tu piel morena y divina elaborada de mármol,
piedra caliza, arenisca, yeso y resina.
Me siento prodigo al ser el único que ha entendido
el rito de tu idolatría. ¡Tantas almas en llanto te acarician, te suspiran, te
rezan, te suplican bajo el manto estrellado donde yacen tus parcas piernas! Te
hablan en suspiros como yo imagino susurrándote en mis clamores más íntimos. Se
va expandiendo el manto de mi semen sobre un pueblo en vilo. Sólo ruego por un
milagro tuyo.
¡Perdóname, oh, padre mío! La madre virginal me
instiga al deseo de entregarme a aquel pulso humano, lleno de pecado. Bombea el
centro de mi alma, próxima a expulsar a sus más poseídos desahogos. Pero la
realidad me regresa a mi soledad impía. Tus más fieles seguidores comienzan a
mirarme con descontento y fe iracunda. Es mejor despedirme, guardarme para lo
eterno. Donde no habrá mantos, ni pecados, donde nadie nos juzgará por
envolvernos enteramente descalzos sobre el edén.
¡Oh, madre, ruega por nosotros los pecadores ahora y
en la hora de nuestra muerte, amén!


