Dulce despertar


Las manecillas del reloj sentencian mis latidos, mis manos se encuentran cansadas, llenas de grietas donde se ha acumulado el tiempo. Palmas arrugadas y manchadas que la vida se ha encargado de pintar con su fino pincel. Yace en la pintura de mi autorretrato una eterna figura agotada de vivir. Retumban los golpes en la puerta invadiendo el silencio de la habitación que se encontraba en pausa. La encargada de salvaguardar mis últimos suspiros se manifestaba extendiendo en sus delicados brazos la venida medicinal para perpetuar mi agonía, haciendo que el dolor del cáncer  provocado por mis pulmones, tomara un descanso bien merecido, las pastillas se habían convertido en mi limbo personal, apaciguando los golpes enfurruñados de la maldita enfermedad. Al cerrar la puerta de la habitación impregnada de mí esencia, la enfermera comienza su ritual de complacencia, desabotonando así su uniforme, manifestando su desnudez que empalmaría con mi cuerpo anticuado. La escena se tornaría en cámara lenta, cada vez que ella cubría mi miembro con sus agraciadas piernas vestidas de sudor. Yo agarraba sus elegantes senos que chocaban con mis garras sobresalientes de mis más profundos instintos de bestia arcaica, sus pechos rodeados por mis meñiques apretados por mis pulgares, pronosticaban una lluvia de secreción que caía lentamente en la complexión robusta de mi ser. La colisión del camastro contra la pared, hacían tambalear las torres de libros incrustadas en cada pared de la pieza, al danzar los compendios escritos en el aposento, un delicado hilo radiante de luminiscencia saltaba de los colmillos de aquella dulce dama, aterrizando éstos en la tenue corteza de la garganta que cohabitaba en el cuerpo que la vida me había regalado. El sufrimiento provocado por sus cuchillas dentales habría hecho que me desmayara de dolor. Posteriormente despertaría arrollado de dudas en la misma habitación. Éstas irrumpían colocando mi vista en dirección a mis extremidades manuales. Lucían más jóvenes, más frescas, alejando la ancianidad que aproximaba la muerte. La joven moza vestida de enfermera había desaparecido. Volteo con sagacidad a mi autorretrato, éste luce en un estado de adolescencia sutil y bella. De repente, al dar pasos repetidos formando un círculo en la ya densa habitación. Mis sentidos sonoros se agudizan afinando en mis oídos el sonido del llanto espeso de un bebé fuera del cuarto. Sin embargo, mis pensamientos de incertidumbre son abruptamente interrumpidos por una violenta ventisca provocada por la ráfaga de la puerta al ser fuertemente abierta por la palidez que ahora tornaba en el rostro de aquella mujer vestida de uniforme. El exquisito placer que antes me provocaba su cálida presencia, ahora se tornaba en una terrorífica frialdad tan formidable que me hacía temblar queriendo huir de aquella criatura hambrienta de juventud. Ahora el cuerpo que yo personificaba era el de un chico de dieciocho años, aquella entidad relucía reiteradamente su dentadura afilada, la fuerza con la que contaba ahora era más escasa, volvió a cumplir su cometido de fundir sus navajas molares en mi cuello. Al desvanecerme, mi cuerpo se hallaba tendido en el piso de madera, de mi pescuezo chorreaba lo poco que quedaba de sangre, formando un pequeño charco, el dormitorio empezó a girar gradualmente hasta alcanzar una velocidad que me despertaría de aquella pesadilla. ¡Qué impotencia! No podría defenderme o escapar si volvía a suceder, vuelvo la mirada al boceto en tinta de la imagen donde se escudriñaba mi narcisismo. Dicha imagen ahora era la de un niño de siete años. El lloriqueo de aquel infante hacía acto de presencia revoloteando en mi habitación. Haciéndome flexionar mis pequeñas piernas de niño. Envuelvo mis orejas con mis manos queriendo acabar con la agonía que me abraza aquel llanto. Esta vez, si volviera hacer presencia esa maldita bestia del demonio, me defendería más fastuosamente, ahora era más pequeño y débil, no me importa. Hago una exploración ocular buscando que me serviría para matarla. Sólo los libros podrían ayudarme esta vez. Al esperar debajo de la cama con el volumen más grueso y de pasta dura que encontré. El reloj retrocede sus manecillas pregonando la figura ahora más asquerosa de aquella ex dulce hermosa mujer. Su porte era el de un gorila con rabia fastidiada de mis cuidados. Al no verme se distrajo buscando alrededor de mi aposento, aprovecho, le muerdo sus peludas patas haciéndola caer violentamente. Alzo el libro de un tal Quijote como si desenvainara una espada sedienta de venganza e injusticia. Apunto con la parte gruesa del manuscrito textual en trayectoria a su cráneo repulsivo. Al no haber ninguna ventana en la habitación, el olor de los sesos al chocar con mi libro, se impregnaba en todo el cuarto. No paré de azotar aquel compendio de hojas con lo que quedaba de su cabeza. Paro dicho acto al ver tan brutal salpicadero de líquido rojo al revisar su cuerpo de aquella virulenta criatura. En ella, yacían unos fósforos. ¡Sí, arderás maldita perra! Mis delicadas manos de infante manchadas de sangre encendían toda la habitación junto con mi autorretrato y libros. Al dirigirme hacia la puerta y contemplar mi dulce acto de venganza, ésta se cerró violentamente dejándome atrapado. ¡No podía creerlo, moriría junto con aquel maldito animal! Mi cuerpo de niño comenzaba arder, ante el dolor que provocaba las llamas en mi entidad corporal, retornaba aquella rabieta de lágrimas a un costado de la habitación. Mi recámara se encuentra en cenizas, abro los ojos, dicha mirada se torna borrosa, no recuerdo quién soy, no puedo hablar, sólo me abraza la tristeza y el llanto, una tierna mujer asoma su cabeza en mi cuna, hace cesar mi llanto poniéndome una mamila en mi boca. Sus ojos de la enfermera se tornan como si fueran dos llamas de fuego llenas de odio al ver a ese ser tan indefenso en aquel pequeño catre.

JNR

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