Reflejo acaramelado

Todo el público reía descarado frente a mí, una horda de pequeñas criaturas. Sus monstruosas risas se convertían a tal grado en carcajadas endemoniadas. Y tengo que admitirlo, en ciertas brevedades de segundos, me resultaban un tanto contagiosas. Pero no comprendía el origen de sus incesantes alaridos de diversión descolocados del mundo de la cordura y la atención. Algunos me señalaban, otras tiraban sus palomitas al suelo, uno que otro se revolcaba en el piso, sufriendo por grandes cantidades de risa, haciendo un recorrido desde sus estómagos hasta sus diminutos cerebros; pero..., ¿por qué? Como de rayo y de golpe entre la multitud, noté que había una niña de cabello rubio y ojos verdes, lucía un vestido de color rojo con lunares blancos, le colgaba desde el hombro hasta su pequeña cintura, un diminuto bolso azul marino, de igual modo, portaba un ridículo sombrero blanco con un limitado moño brillante color dorado. Ella no reía como los demás niños, sino más bien tenía un rostro de verdadera lástima al verme. Desesperada, sacó de su reducido bolso un pequeño espejo que apuntaba hacia mí. Al principio me deslumbraba con las luces reflejadas del escenario, pero pronto pude ver mi reflejo acaramelado, pude por fin ver los hilos que sostenían mi cuerpo, pude darme cuenta que era un títere y nada más. Un absurdo títere conducido y manejado por una mujer de amplias caderas y carnes extras, era demasiado blanca con cabellos dorados un tanto descuidados, tenía una apariencia un tanto de alemana. Su rostro era muy serio, pero con una concentración que inspiraba miedo interrumpir, cuando llegaba a sonreír, mostraba una sonrisa amarillenta, lucía de igual modo un gran bigote rubio que de lejos no hacía mayor presencia. Sus músculos eran notables, le saltaban las venas en todos sus brazos descubiertos al manipular cada movimiento mío en escena.

Era como si de la nada me hubiera dado cuenta de mi condición mundana, como si por mucho tiempo hubiera permanecido adormecido, navegando en el barco de la ilusión, como si estuviera envuelto en un velo de complacencia constante. Como si de modo inconsciente prefiriera todo este tiempo fingir que las cosas sucedían sólo porque sí. Pensaba que con mi sonrisa pintada artificialmente en mi rostro de madera, nadie podía juzgarme o debatir algún síntoma de agonía. Era un rostro tieso con una sonrisa fija la que podía reflejarse en aquel diminuto espejo de aquella niña rubia entre la audiencia llena de infantes.  

Las risas no cedían entre los infantes expectantes que esperaban que continuara realizando movimientos estúpidos para su placentera vivencia en su inmunda niñez sin personalidad. Un niño obeso lanzaría de lo que quedaba de su envase de vidrio un líquido gaseoso en dirección hacia mi rostro, éste comenzaría a despintarse poco a poco, parecía como si mi cara hubiera sido retocada recientemente. Ante la bulla y las carcajadas sonoras. La mujer que sujetaba de mis hilos con su sonrisa amarilla, reía mientras pasaba un trapo viejo sobre mi rostro para secarlo de manera brusca, mi rostro, o lo que quedaba de él, se terminaría por borrar en definitiva. Aquella mujer corpulenta improvisando, sacó un plumón negro de tinta permanente, pintó dos puntos y una línea recta debajo de aquellos dos absurdos y diminutos círculos que fungían como mis nuevos ojos, simulando así una boca sin expresión alguna, una muy corta y maldita línea recta.

La música se hacía presente, un pequeño piano sonaba de modo cuando se abre una cajita musical con alguna especie de bailarina de porcelana estática. Las risas no pararon, ahí estaba yo, danzando con un rostro improvisado, vivo por fuera, muerto por dentro.

Mi hartazgo era descomunal, brotaría de mí una ligera dignidad a chispazos a punto de caer en un camino de gasolina en dirección a una explosión descomunal de irrealidad, brotaría un corazón lleno de sangre que bombearía cada vez más y más con fuerza. No podía más. Me lancé en dirección a la niña con el vestido rojo y lunares blancos que sostenía su pequeño espejo hacia mí envuelta en lágrimas, discurrían muy lento por sus coloridas mejillas. Todos los presentes pensaron que había sido un descuido de la titiritera el que me encontrara frente a aquella niña en el suelo y fuera del escenario. Me levanté muy despacio, la música pararía, todos callarían atónitos. Una vez de pie, arrebaté el pequeño espejo de las delicadas manos de ese lindo ángel entre el público. Azoté el espejo en dirección al piso del escenario, que se encontraba cubierto en su mayoría por comida chatarra y demás artículos para mis actos de entretenimiento. Salté de nuevo al escenario, al romperse el espejo en varios trozos, tomé el más filoso y grande pedazo para cortar los hilos que arrastraba detrás de mí. Todos los niños, más la titiritera robusta, quedaron en una quietud casi funeraria, fríos y  con rostros pálidos, en sus miradas podía reflejarse mi pequeño cuerpo de madera. El miedo imperaba en todos los testigos, mi titiritera cayó de nalgas del espanto en el escenario, como si ella no lo pudiera creer y quisiera huir muy despacio hacia atrás en un estado un tanto paralizante, pero no lo lograría, alcé mi mano con el filo del espejo brillando en sus pupilas aterradas. Logré entonces cortarle su muy blanco cuello, su agonía era predecible, cubría la herida chorreante con sus manos obesas. Finalmente caería muerta al suelo. La música de caja musical sonaría de nuevo un poco más lenta mientras la titiritera se hundía en un charco de sangre demasiado rojo y brillante por las luces del escenario que se reflejaban en aquel líquido sanguíneo. Tomé el plumón de tinta indeleble de su bolsillo del pantalón. Dibujaría unas cejas furiosas en mi rostro. El plumón caería en cámara lenta de mi mano mientras todos los niños y niñas corrían despavoridamente con terror en sus rostros. Las luces del escenario enfocaban mi rostro de madera con el ceño enojado. Me acerqué a la niña del vestido y sombrero blanco, fue la única que no salió corriendo de miedo. Entonaría por fin mis primeras palabras desde mi creación, me disculpé con aquella niña tras romperle su pequeño espejo; ella no comprendía, como si mis palabras fueran mudas ante sus diminutos oídos.

Nadie podría comprender mis palabras, a partir de ahora nadie se reiría más de mí, ahora era un monstruo, un incomprendido, un pequeño villano en escena. Me agradaba dicho papel, volví a tomar el trozo de espejo con fuerza y lo clave duro. Un pequeño sombrero blanco abrazado por la sangre se desplazaría de manera lenta provocado por el viento del caos. Finalmente, volví al escenario y pude dibujarme con el plumón una gran y apacible sonrisa en mi rostro.

  

JNR

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