Sorbos de muerte
El viento retumba fulgurante
en mi pecho resguardándose sin algún propósito entre mi ropa vieja. Doy un paso
en la tierra seca donde cruje el sonido de los torbellinos de arena en mis
oídos rancios. Mi boca a través del paliacate reza por un trago frío de cerveza
espumante. Camino ya sin darle ordenes a mis piernas adormecidas. A punto de
desplomarme inconsciente, un destello de luz coquetea lejano con mi sed
moribunda. Una cantina arrancada del viejo oeste con sus luces encendidas,
asoma un camino casi hecho a mano en este infierno de arena.
Mis huellas de sangre quedan
plasmadas en el camino detrás. Debajo de la puerta principal de la cantina,
reluce una luz casi de lumbre, como si un volcán estuviera a punto de hacer
explosión, palpita, destella, convulsiona, gime desde sus adentros como si yo
fuera una presa perfecta atraída cual
mosquito hipnotizado hacia su muerte instantánea.
Entro desmallándome a gatas
en dirección al primer banco frente a la barra de madera astillada, vieja.
Una voz gruesa y rasposa
entra a escena:
—¿Qué va a ordenar vaquero?
Me limito a solo señalar la
botella más polvorienta de mezcal que mis ojos atareados por tanta luz me dejan
vislumbrar.
El cantinero sonríe con un
semblante casi tétrico, se voltea de tal modo como si hubiera actuado con
anterioridad dicho acto de tomar la botella. No pude evitarlo, me percato que
tiene pies de cabra, pesuñas y piel negra bastante brillantes.
Al hallarse el trago de
mezcal frente a mí, no dudo en tomarlo de un jalón, me apacigua la garganta y
hace al mismo tiempo arder mi estómago. Recién puesto de nuevo el vaso vacío en
la barra, una pistola de gran tamaño apunta a mi cabeza, el trueno del seguro anuncia
la apertura al quiebre del silencio que mi presencia inspira hasta ahora.
Una guitarra hace su arribo
al ritmo de la música blues, tocada por un ente oscuro que porta un sombrero
casi diminuto, luce una mirada brillante a través de sus gafas color vino.
La música apacigua de fondo,
el semblante de mi rostro es tranquilo, a pesar de tener un arma a punto de
detonar la mísera cantidad de plomo sobre mi masa craneal.
—Vaya que eres desconfiada
María —exclamó el cantinero—, mira que dudar de un forastero desconocido como
este.
María con un rostro de ira
apunta con más fuerza el filo del revólver sobre mi sien.
—Así que te llamas María —intervine
con un tono sarcástico—. ¿Puedo preguntar de quién es la criatura a la que
pronto darás a luz?
Al parecer mi pregunta la
hizo desconfiar aun más de mí.
—No es de tu incumbencia
forastero de mierda… —exclamó María esta vez decidida a dispararme.
Son segundos los que noto un
ligero descuido entre la mirada que sostiene María sobre mi presencia. Un
instante de distracción mientras intercambia miradas con el cantinero, que
parece ser el único que está disfrutando cada instante de esta situación con
una sonrisa casi demoniaca. Tomo el arma con mis dos manos. María y yo
forcejeamos. El arma se detona. He fallado. Mis sesos adornan el suelo junto
con el nuevo charco de sangre. Despierto. Mi cuerpo yace sediento en medio del
desierto, veo la misma cantina a lo lejos. Todo se repetiría una vez más, así
sería por 665 ocasiones en que no logro no morir, incluso al decidir no entrar
en la cantina, he muerto en una multiplicidad de ocasiones de maneras aun más
dolorosas, debido a las criaturas que se arrastran por debajo de la arena en el
desierto cruel. Vuelvo a despertar en medio del desierto en este espiral
repetitivo de tiempo. Entro cauteloso a la cantina. Cansancio, sed, trago, arma
apuntándome, forcejeamos María y yo. El arma se detona de nuevo. Por esta
ocasión la sangre que se derrama no es mía, sino más bien la del cantinero que pinta
cada botella polvorienta debido al agujero ocasionado por la bala que entró por
su boca y salió por su nuca.
María despierta de su fase
de ira, como si un hechizo hubiera nublado su razón y su memoria por bastante
tiempo, no sabe el por qué de muchas cosas, suelta el arma, cae en cámara lenta,
retumba en el suelo que desata un viento elocuente que se incrusta en la
atmosfera de aquella cantina mal oliente. El guitarrista misterioso se
desvanecería con un semblante de confusión y asombro.
—¿Quién eres tú? ¿Qué hago
aquí? ¿Por qué portaba un arma en la mano? ¿Por qué estoy embarazada? ¿Quién es
el padre? —inquirió María asustada en una marejada de preguntas hacia mí, como
si yo tuviera la respuesta de cada una de sus preguntas.
—Tengo la extraña sensación
de creer saber algo, creo que este ser demoniaco ha estado jugando con nosotros
a su antojo, pero intuyo que le hemos dado fin por ahora a este absurdo ciclo
repetitivo donde he muerto en un laberinto de muertes. Si te soy sincero no
tengo las más remota idea de quién seas tú, pero me nace en mí la odisea de
cuidarte, a ti y al bebé que llevas dentro. —confesé en un tono de cansancio
por la vida mientras me servía un trago de cerveza de barril que brillaba cual
líquido dorado en el tarro de vidrio sudoroso.
Al salir de la cantina
vieja, María y yo percibimos que el desierto ha desaparecido. Ahora todo luce
lleno de vida, la cantina ahora es un pesebre, a lo lejos se puede vislumbrar a
tres sujetos extraños montados en animales exóticos que se aproximan hacia
nuestra presencia estoica. María daría luz a un niño rebosante de salud. Quién
diría que ahora me convertiría en padre de un hijo el cual no es mío cuando yo
solo vagaba en el desierto cruel en busca de un buen trago de alcohol. En
ocasiones me causa nostalgia ese intento de luchar por no morir. Ahora es
tarde, ya no hay muertes ni vidas, solo una vida y una sola muerte, la muerte
de mi ilusión de una vida donde ya no hay lucha por no morir. Muero cada día
así: a pequeños sorbos de muerte.
JNR